No estaba equivocado el escritor bogotano Alfredo Iriarte cuando recordó en uno de sus libros que "la muralla es el papel de la canalla".
Los letreros y las grandes pinturas de autores anónimos se han tomado buena parte del mobiliario de la capital. Del bombardeo de aerosol no se salvan paredes de fábricas abandonadas, postes, rejas o edificios gubernamentales. Tampoco las iglesias del centro.
En una de las paredes centenarias del templo de San Francisco, en la carrera 7a. con avenida Jiménez, se lee: "La única iglesia que ilumina es la que arde".
Los autores de las obras no tienen misericordia a la hora de pintar, ni de las obras de la calle 26 con carrera 10a. Ahí se pueden ver varios monigotes multicolores, que contaminan los muros de concreto, aún vírgenes.
La situación ha llegado al extremo de que el Concejo de Bogotá tuvo que expedir un acuerdo distrital, el cual está pendiente de sanción, para organizar el tema de los grafitis en Bogotá.
De ahora en adelante los artistas urbanos tendrán zonas establecidas para desarrollar su trabajo, con la finalidad de que sus trazos no contaminen fachadas, monumentos o los edificios históricos.
"Uno de los propósitos del proyecto es preservar el espacio público y el paisaje urbano y sacar de la clandestinidad a los grafiteros", explicó Liliana de Diago, autora de la iniciativa, que fue aprobada en segundo debate por la plenaria de la corporación.
La cabildante está a la espera de que la Alcaldía Mayor establezca las zonas en las que los artistas del aerosol podrán pintar sin restricciones de tipo policivo.
Para líderes del movimiento grafitero en Bogotá, como Johan, quien firma sus obras como Shaday, la idea no fue bien recibida.
"Nos pueden dar todas las paredes que quieran, pero nosotros vamos a seguir pintando en todas partes; eso hace parte de nuestra cultura".
El joven es de los que piensa que este tipo de iniciativas de tipo distrital lo que hacen es restringir y no abrir espacios para el arte.
FABIÁN FORERO BARN
REDACTOR DE EL TIEMPO
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