Si hay un dato que preocupa a los organismos gubernamentales y no gubernamentales que en el mundo se ocupan de medirle el pulso al VIH sida, es el comportamiento que ha mostrado esta pandemia en los últimos años entre los adolescentes. (Lea también: El drama de ser portador a los 18).
No es para menos: mientras en los demás grupos de edad tanto el número de nuevos casos como la mortalidad causada por la enfermedad se han reducido, en promedio, un 30 por ciento en la última década, entre los menores de 19 años ambos indicadores están creciendo. (Lea también: Pacientes aún prefieren guardar el secreto).
Entre el 2001 y el 2012 la cifra de nuevos infectados entre niños y adolescentes de 10 a 19 años creció un 40 por ciento, periodo en el que se pasó de 1,5 millones de portadores del virus a 2,1 millones. La muerte por esta causa se triplicó entre ellos, al pasar de 30.000 en el 2001 a 107.000 el año pasado.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) reveló los datos a propósito del Día Mundial del Sida –que se conmemora este domingo– y mostró su preocupación frente al hecho de que una séptima parte de las nuevas infecciones que se registran cada año en el planeta (y que en el 2012 ascendieron a 2,3 millones) ocurren entre estos jóvenes. Lo peor del asunto es que muchos de ellos desconocen su condición; por esta razón no acceden a tratamientos oportunos, lo cual aumenta sus posibilidades de morir tempranamente por esta causa.
Para Tania Patriota, representante del Fondo de Población de Naciones Unidas (Unfpa), en Colombia son múltiples los factores que inciden en este fenómeno, que es necesario intervenir. “Para empezar –dice–, es claro que los adolescentes están iniciando su vida sexual a edades cada vez más tempranas y sin contar con información clara y específica sobre prevención. La educación de estos jóvenes en la materia es escasa y tardía”.
Nuevo factor de riesgo
Llama también la atención sobre el hecho, evidenciado en un reciente estudio de la ONU, de que se ha vuelto común que las niñas en todo el mundo se emparejen con hombres mucho mayores que ellas: “Estas diferencias de edad conllevan una relación de poder; es el hombre quien toma las decisiones sobre protección, anticoncepción, prevención del sida y primer embarazo. Eso las expone”, señala Patriota.
Luis Ángel Moreno, coordinador de Onusida en Colombia, pone el énfasis en otro factor: los adolescentes de hoy crecieron en una época en que el VIH sida pasó de ser considerado una enfermedad mortal a una crónica, por causa del acceso a fármacos antirretrovirales más eficaces para mantenerla a raya.
“Estos jóvenes –advierte Moreno– no estuvieron expuestos hace 30 años a la realidad de un virus que enfermaba y mataba. El mensaje que se envió en la primera década fue: ‘VIH es igual a sida y sida es igual a muerte’. En la segunda década ya se disponía de pruebas para detectarlo y de fármacos que le daban a la gente la opción de salvarse, y en la tercera hay definitivamente un arsenal de fármacos y acceso a servicios que permiten a los portadores hacer llevadera su condición”.
El director del departamento de VIH sida de la OMS, Gottfried Hirnschall, insiste en que es necesario entender, además, que los adolescentes afrontan presiones sociales y emocionales difíciles mientras pasan de niños a adultos, por lo que es necesario poner a su disposición servicios médicos de prevención del VIH adaptados a su situación.
El viceministro de Salud, Fernando Ruiz, sostiene que desde la política pública hay conciencia en torno al tema: “Tenemos en marcha cerca de 800 servicios amigables para jóvenes en todo el territorio, a los que ellos pueden acercarse y recibir asesoría sin ser censurados o juzgados. La meta es ir habilitando cada vez más”.
El jefe de los programas de VIH del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), Craig McClure, insiste en la importancia de esta clase de medidas: “A menos que eliminemos barreras que los afectan, como la discriminación, la desigualdad y la estigmatización, que les impiden acceder a servicios médicos básicos para prevenir, detectar y tratar el VIH, el sueño de una generación libre de sida será inalcanzable”.
La muerte le llegó antes que la justicia
El mismo día que tres magistrados de la Corte Constitucional en Bogotá estampaban su firma en la sentencia de tutela por la que ella luchó durante cuatro años, el sida le ganó la otra batalla que libraba: la de seguir viviendo.
Hasta el día de su muerte, el 10 de agosto del 2012, siempre guardó la esperanza de recuperar el hogar comunitario del barrio El Progreso, de Cali, que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) le quitó, y volver a abrazar a los niños que cuidó durante cinco años. Los jueces –decía– iban a corregir la injusticia que cometió el ICBF cuando se enteró de su condición. Pero aunque su muerte no fue en vano, pues gracias a su lucha 77.000 madres comunitarias reciben hoy el salario mínimo y tienen mejores condiciones laborales, esa fue la única parte de la sentencia que el ICBF pudo cumplir.
Quedaron en el papel las órdenes categóricas que los magistrados le dieron a la entidad para reubicar a la señora, mejorar sus condiciones laborales y darle facilidades para recibir atención médica. Falleció a los 50 años en el Hospital Universitario del Valle.
Su drama empezó en enero del 2008, cuando se enteró de que tenía sida. Su esposo, quien murió meses antes, la contagió. Al principio quiso guardar silencio, pero las continuas citas médicas la obligaron a contar su situación al ICBF.
Un mes después, una supervisora le exigió un dictamen médico que certificara su capacidad para seguir trabajando. Las visitas de control de las inspectoras se volvieron habituales. Recibió instrucciones para desinfectar los pisos, las paredes y el baño del hogar comunitario tres veces al día. Le ordenaron utilizar tapabocas y gorro. Y le prohibieron entrar a la cocina.
De ser una líder cumplidora de sus deberes como maestra, pasó a ser sancionada por cualquier motivo. Incluso, una ausencia justificada por una cirugía fue considerada una falta al trabajo. Le descontaron los días que estuvo en la cama.
Finalmente, el ICBF le cerró el hogar. Como justificación esgrimió las sanciones y los informes sobre supuestas deficiencias en su trabajo. Por eso, ella interpuso la tutela que terminó en la Corte Constitucional. Los directivos de la entidad reconocen hoy que se actuó con “pánico e ignorancia”.
Su familia cree que la profunda depresión en la que cayó al quedar sin trabajo agravó su enfermedad. Dejó el tratamiento y las recaídas se hicieron frecuentes.
Sus hijos le ayudaban en lo que podían y hasta vivió una temporada con uno de ellos, pero se fue. “Aquí me siento inútil”, dijo. Arrendó una pieza en el distrito de Aguablanca y trabajó lavando baños. Finalmente, acudió a la Fundación Lila Mujer, reinició su tratamiento, pero en julio del 2012 su salud se deterioró.
Sus últimos días fueron en silencio. Solo se podía comunicar por señas. La última vez que habló con sus hijos les dijo que la ayudaran a recuperarse, que quería otra oportunidad y que estaba segura de que la Corte le daría la razón.
REDACCIÓN SALUD Y REDACCIÓN JUSTICIA
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