Hay que quemar el muñeco de 2013. Es justo, es necesario, pues toda digestión termina en la expulsión de lo que enferma. Y además nada de malo tiene hacerlo –no hay contaminación ni hay riesgo– si se hace en el papel, si el muñeco se quema en las palabras. Semejante costumbre, que se da, igual que el arrepentimiento o el anhelo, igual que la frustración o la impaciencia, en tantas esquinas del mundo, suele ser combatida con miradas de reojo y multas porque produce enormes cantidades de gases tóxicos. Pero no tiene por qué ser perseguida si sucede en la imaginación. Pienso ahora, pues, en el muñeco de 2013. Puedo verlo. Aún no tengo claro a quién se me parece, pero sé que hay que quemarlo.
Podría ser una marioneta camuflada para que el Estado por fin reemplace a los pistoleros allí donde han gobernado desde el principio del país; podría ser un monigote bigotudo como los que pinta Caballero para que las vidas paralelas de los narcos no se nos queden en telenovelas exitosas, sino que sean leídas con la gravedad que se merecen; podría ser un muñeco de corbata que parezca uno de esos ministros caraduras de todos los gobiernos que le echan la culpa al gobierno anterior; un maniquí con pinta de jurisperito capaz de repetir “se acata pero no se aplica”; una agotada dama de la justicia que represente el empobrecimiento de la rama; un candidato presidencial de plástico que grite contra la paz.
Podría ser un patrón de aquellos: un corredor de bolsa que crea que jamás van a atraparlo, un terrateniente indignado por las protestas airadas de los campesinos, un congresista impedido, un procurador. Podría ser algún expresidente empeñado en contar el país en primera persona: “en nuestro gobierno…”, “en mi gobierno…”. Porque sí: la historia universal de la infamia está llena de gente que no debió ser presidente. Y sin embargo la pobre Colombia de estos veintitantos años, administrada por hombres condenados a su amañada versión de los hechos, sí que se parece al ciclismo que perdió un par de décadas por cuenta del doping, a esa isla impune, la de El señor de las moscas, sometida por un puñado de niños a la espera de que un adulto venga a callarlos. Y el muñeco podría tener cara, en fin, de expresidente irresponsable, de decepción.
Pero no, no es ningún poderoso de aquellos el muñeco del año 2013. Si uno aprieta los ojos para verlo bien, obligado a elegir una sola figura rellena de aserrín que represente un espíritu endiablado que haya que exorcizar, pronto se da cuenta de que antes de empezar a expulsar nuestros peores vicios para recobrar un país narrado en tercera persona –antes de remediar lo sobrediagnosticado: antes de quemar la indolencia de los líderes, la mediocridad de los políticos, la resignación de los electores, la corrupción de los vigilantes, el cinismo de los que Bob Dylan llamó, hace cincuenta años, “los amos de la guerra”– quizás convenga volver cenizas una figura que encarne la capacidad para matar porque sí, porque se puede, porque nadie, ni Dios, está mirando.
Quien haya leído ¡Basta ya! o haya visto No hubo tiempo para la tristeza, los relatos reveladores del Centro de Memoria Histórica que aún hoy algunos pretenden esconder, tendrá claro como una gran vergüenza y una gran pena la facilidad con la que se ha pronunciado en Colombia la palabra “exterminio”, el desdén con el que se ha quitado la vida.
Eso es, para comenzar por el comienzo, lo que yo quiero quemar: esa “banalidad del mal”, esa “gratuidad del horror”, esa “futilidad de la violencia”. Quemo esta disposición a matar “porque así es la vida”, “porque así pasó”, “porque aquí la muerte es un trabajo a sueldo”. Y sí, claro que sí: espero quemar algo menos obvio el próximo año.
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RICARDO SILVA ROMERO
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