Digamos, para efectos de lo que se va contar, que el campo, por estos días, no es ningún paraíso. Muchos menos un lugar soñado. Pero en ese entorno, del que Max Jacob decía que era un “lugar horrible por donde se paseaban crudos los pollos”, habitan todavía seres inusuales. Hombres como Jairo López, que por una carga de maíz, que no deja más de 10.000 pesos de ganancia, son capaces de encarar la muerte.
Jairo es un pequeño campesino de Chipaque, Cundinamarca, que trabaja los fines de semana en la plaza 20 de Julio, en Bogotá. Ha pasado toda una vida cultivando, preparando el suelo, sembrando sus semillas, desyerbando, fertilizando y recolectando la cosecha, enfrentando riesgos de inundación y de sequía, de plagas y enfermedades. En algunos casos, ha esperado largas temporadas para poder sacar su producto a la venta. Pero al final de esta cadena infinita, Jairo recibe siempre menos de una quinta parte del precio que pagó el comprador.
Tantas gritas estructurales no son fáciles de entender. Pero la anécdota definitiva, la fábula ejemplar de su esfuerzo inútil la cuenta él mismo: hace 15 días iba subiendo a recoger una carga de maíz en su mula. Llegó a la finca, amarró a “La consentida” a un tronco robusto de eucalipto. Caminó hasta el toldo donde guardaba el maíz. Y en ese momento logró escuchar los alaridos de una vecina que avanzaba por el camino destapado. Con prisa, Jairo dejó caer la carga y salió corriendo hasta el árbol.
De repente, vio una nube compacta de abejas, como satélites, atacando a su animal; escuchó el zumbido sordo de un panal enardecido. “La consentida”, agonizante, pataleaba en el suelo. En medio del desespero, Jairo trató de salvar a su animal. Pero mientras la sacudía con sus manos impacientes, las abejas cubrieron a Jairo por completo. Jairo miró a lado y lado y, como si estuviera en un desierto, atisbó la única salida: vio un pozo de agua y se lanzó. Contuvo la respiración unos segundos y salió de nuevo a la superficie con una larga bocanada como de pez que busca el aire.
Corrió hasta la carretera, donde un vecino, que bajaba en carro, lo llevó hasta la clínica. En el pueblo, creyó notar que el suelo oscilaba, se hundía y se agitaba vertiginosamente. Le faltaba el oxígeno y tenía el rostro inflamado (200 aguijones le sacó el médico que lo salvó). Pensó que no llegaría vivo. La muerte de su consentida, de apariencia tan apacible y natural, fue la que desató las lágrimas. “Todo por un bulto de maíz que no sé si iba a poder vender. Es que la viera, era mansitica”, dice.
Cuando se convive por tanto tiempo con un animal, se termina sin remedio atado a su destino. “Yo solo sé manejar mula”, dice Jairo, mientras sostiene la foto de su compañera en la mano.
Los viejos campesinos son los únicos estables en su enclave en torno a la tierra (la familia de Jairo es dueña de varios parcelas en Chipaque); pero reconocen que cultivar ya no da plata. A sus padres, María del Carmen y Luis Fernando, la vitalidad, las fuerzas ya no les alcanzan para trabajar la tierra. Y a los hijos de Jairo e Ilida, Leonardo y Alexander, es decir, el posible relevo generacional, les resulta absurda la labor del campo.
“Yo quiero estudiar comercio, salir adelante”, dice Leonardo como si vivir del campo representara un retorno, una involución. El éxodo masivo de los jóvenes (hoy en día, el 51,9 por ciento de los municipios menores de 10.000 habitantes están perdiendo población, en su mayoría jóvenes en el rango de edad entre 16 y 29 años) no da tregua. Pero, sin embargo, uno los ve de lejos y parecen satisfechos, con la cara del deber cumplido; es la estampa de vivir tantos años en el campo: una calma que la ciudad embota con su ruido.
“Hace unos años no habían vías de acceso, no había cómo transportar la comida y la comida valía. Ahorita hay vías. Los carros sobran. La comida sobra. Entonces ya no vale. La comida no paga sacarla, la dejan ahí en la tierra que se pudra. Mucha comida se pierde. Yo por ejemplo, siembro de cada cosita un poquito. Cilantro, aromáticas, papa siembro poquita y yo la llevo allá al 20 de Julio”, Anota.
Allí, en el 20 de Julio, Jairo e Ilida tienen un puesto fijo en la zona campesina por el que pagan 40.000 pesos mensuales. Allí, entre el lenguaje vivo de los placeros (“Líchigo”, “¿Tiene uña?”, “Magullar”, “Pucho”, “Este es mucho Martínez”) venden, los fines de semana, el producto de lo que cultivan en las fincas familiares: aromáticas, papa, maíz, huevos y verduras. Sin intermediarios, Jairo trae el campo, intacto, a la ciudad.
Los viernes, a las 8 de la noche, Gabriel, apodado ‘El alacrán’, recoge en un camión la carga de Jairo. Unas horas más tarde, a las 4 de la mañana, salen todos juntos desde Chipaque hasta la plaza 20 de Julio, en la localidad de San Cristóbal. A las 5:30 a.m. llegan a la plaza y a las 6 a.m. abren las puertas. Pero al final del mes, luego de trazar unas cuentas básicas, sus ganancias no llegan ni siquiera a un salario mínimo: 300.000 pesos al mes. Por eso se ve obligado a ceder en sus labores cotidianas.
“Yo ya no le puedo ayudar a mi marido en el campo porque con los ganamos no nos alcanza. Entonces me toca trabajar en la farmacia del pueblo, donde me gano 400.000 pesos al mes, para ayudarle”, dice Ilida.
No hace mucho tiempo a los campesinos se les perseguía. Hoy ya no interesan. “Cuando vamos a la ciudad nos miran raro, como si fuéramos extraterrestres. Y debería ser todo lo contrario, porque nosotros llevamos la comida, llevamos la vida”, cuenta Herney Trujillo, vecino de la familia López.
Ser campesino, ahora, pareciera estar ligado al desamparo. La concentración de la tierra en pocas manos y la división excesiva de la misma en minifundios pone al pequeño agricultor en una encrucijada sin salida. El transporte es el mayor recargo: el camión cobra un promedio de 50 mil pesos por llevar todos los productos hasta Bogotá los fines de semana.
En un país en donde el 75,5 por ciento de los municipios son predominantemente rurales y donde el 31,6 por ciento de la población es campesina, el futuro agrario resulta preocupante.
“Uno trabaja como la cadena de los animalitos. Uno se come al otro. Todo son gastos. Un tinto, el cotero, el de las bolsas. Todo son gastos y el que comienza el proceso, el que lleva la comida, es el que menos tiene para comer”, anota Jairo con angustia.
Una versión equivocada del progreso se imagina el futuro en las vitrinas y nada sabe de la procedencia de los alimentos, del esfuerzo que implica cultivarlos, competir en una batalla perdida de antemano entre un gigante (los grandes productores) y un ser apenas visible (los pequeños agricultores). Esa misma versión es la que no considera a los campesinos sujetos de posible desarrollo. Sino simples hombres en tránsito: o se unen a la ciudad o desaparecen con el tiempo. Ante todo esto, muchos de ellos han optado por el silencio, casi por la resignación.
Jairo, para concluir, se define en dos frases esenciales: “Yo soy un hombre callado”, dice. Luego hace una pausa larga mientras piensa la siguiente como si fuera la última. “Y pacífico”.
¿Por qué huyen los jóvenes del campo?
Según el informe ‘Colombia rural’ del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), aquellos que permanecen en las tierras son, por lo general, adultos mayores (de más de 50 años, en general) que difícilmente podrían valerse de la tecnología para cambiar la realidad del campo.
El documento enumera las principales razones de los jóvenes para abandonar el campo:
Pocas oportunidades en el campo, relacionadas con la poca diversidad de actividades en el sector rural.
Los bajos ingresos, escasos logros de la política pública y falta de institucionalidad.
El conflicto armado, especialmente por el reclutamiento por parte de grupos armados ilegales y las pésimas condiciones de vida en el campo.
La carencia de una oferta tecnológica adecuada a las necesidades de los productores en el sector agrario.
Para más videos sobre campesino que cultivan lo que comemos, visite: www.campojusto.com
SANTIAGO GÓMEZ LEMA
REDACTOR EL TIEMPO
gomsan@eltiempo.com
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