Huele a llanta quemada; los recicladores vienen, van y algunos se arman de palos para ingresar a las entrañas de El Amparo, uno de los barrios más peligrosos de Bogotá, centro de ollas, operaciones del microtráfico y la delincuencia.
En ese lugar estaba Yuriana Boder, una mujer de rostro delicado que se gana la confianza de los desafortunados. “Kakaroto estuvo aquí. Si hubiera aceptado nuestra ayuda tal vez las cosas serían diferentes”.
Días después, este hombre saldría en todos los medios de comunicación por apuñalar a una mujer que conoció en un expendio de droga. Éder Cómbita, su nombre real, ya no tendrá otra oportunidad, pero para otros la historia será diferente.
En este Centro de Atención Móvil a Drogodependientes (Camad) trabajan, desde el 17 de septiembre de 2012, once profesionales, entre sicólogos, médicos, odontólogos, psiquiatras, trabajadores sociales y gestores comunitarios.
Todos los días, de 8 a. m a 5 p. m atienden entre 15 y 22 personas con unas historias de no creer, con pasados tristes, llenos de violencia familiar o con las cargas de años consumidos en las drogas y el alcohol. “Unos entran al proceso, otros simplemente se van. Hay una odontóloga que arrendaba su casa para drogarse. No se quiere rehabilitar”, contó Boder.
Otra fue la historia de Juan Carlos Parra. Después de diez años de consumo en Bosa hoy viste con orgullo la chaqueta del Distrito. Es gestor comunitario. De 30 años llegó a un potrero del Amparo. Su intención: vivir o morir, ya nada le importaba, hasta que comenzó a curiosear cada vez que aparecía el Camad. “Hoy estoy del otro lado, jalando a los que viven con este problema”, dijo mientras llenada una planilla con los datos de dos hombres que los miraban con desconfianza. Pasaban las horas y llegaban más y más habitantes de calle. “Yo consumo desde los 13 años alcohol, pepas, perico, Rivotril y Clonazepam”, le decía un joven de escasos 16 años a Santiago López, un médico de El Rosario que intentaba explicarle por qué su corazón podía dejar de funcionar. “Esta experiencia es única. No sabía nada de Bogotá, de su gente. Hay que llegar a estos sitios y con más equipos y profesionales”, dijo.
La carga emocional es pesada. A Tatiana Córdoba no la afligen los casos de caries de años sin tratar, los abscesos o los hongos. Dice: “Para eso estudié”. En cambio sí recuerda cuando un niño le contó que había matado a un joven por robarle el computador. “Dijo que el cuchillo entraba como mantequilla, que lo había logrado. No lo podía creer”, recordó.
Más allá de la cruda realidad hay casos llenos de optimismo, de gente que luego se topa con los profesionales y les dice: “¿Se acuerda de mí?, míreme, estoy otra vez con mi familia”. Eso le dijeron a Jazmín Páez, la encargada de seguir todo el proceso de los pacientes, que va más allá que la atención primaria en el carro. “Nosotros redireccionamos cada caso, según lo que necesite la persona, un hogar o una atención médica. Esa es nuestra labor”.
Los que antes eran unos extraños ya hacen parte de la familia. “Pilas roban a los ‘dotores’ que ellos son del Camad”, les dicen a los que se les pasa por la mente atracarlos. “Queremos decirle a la gente, más allá de la política, que esto sí sirve, que se pueden salvar vidas acudiendo a donde se están consumiendo las personas. Es un gancho para poder meterlos en programas serios de rehabilitación”, dijo Yurani Carretero, coordinadora del proyecto Camad del Hospital del Sur. La lluvia disipa a los habitantes de calle. Mañana, quizá, lleguen los que están pensando salir del infierno.
Los logros alcanzados
Durante el primer año de funcionamiento del Camad en la Localidad de Kennedy, de un total de 6.667 atenciones a 1.863 personas, 1.654 se hicieron en el área de trabajo social, 1.762 en psicología, 1.385 en medicina y 1.287 en odontología, y 579 usuarios consultaron el área de psiquiatría.
REDACCIÓN BOGOTÁ
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