La manera en que aquellos niños abrieron los ojos cuando Margaret sacó su manzana, y la fila tan ordenada que hicieron para arrancarle un trozo, sin empujones ni bronca porque alguno mordiera más, cerró esa tarde de playa inolvidable. Ese día muchos de ellos –siendo cartageneros– se bañaron por primera vez en el mar y, en medio de sonrisas inéditas, la australiana Margaret O’Brien reafirmó su decisión de haberse quedado en Colombia.
Una mañana, un uniformado en la Escuela de Armas y Servicios, en Bogotá, le preguntó a dónde iba. Y ella, azorada al verlo cargar un arma, sacó un papel de su mochila y le leyó en un español precario: “Soy la profe de inglés”. Era enero del 2012 y ese fue el inicio de su historia en Colombia, un país que había elegido entre Asia y Suramérica, para volver al trabajo social.
Había llegado a enseñarles inglés a militares mutilados. La clase de “I shouldn’t have (no debí)...” no sería cualquier clase. “I shouldn’t have… caminar por donde dejaron esa mina”, diría un estudiante. Y a esta tarea le sumó la de ser voluntaria en un orfanato muy bien dotado, al norte de la Ciudad.
Pero le dijeron que en Cartagena había más necesidades. Y a los tres meses ya estaba allá; no sin antes enganchar, al menos, a un militar como padrino de un niño del orfanato.
Recién llegada a la Heroica, perseguía a cada monja y a cada taxista preguntándoles quién hacía allí, trabajo social. No quería ser una voluntaria turista que tras dos semanas de vacaciones altruistas, solo consigue fotos para su Facebook. Así que decidió visitar seis fundaciones hasta que dio con Afrocaribe, a quienes se unió con clases de inglés para niños. Pronto se dio cuenta de que los pequeños no sabían leer ni en español, aun estando en la escuela. Compró una cartilla de Nacho lee y arrancó con algo que “no parecía tan difícil: ‘ma’, ‘me’, ‘mi’…”, ríe.
Poco a poco fue abriendo bibliotecas: en la sede de Afrocaribe en Loma Fresca, en el orfanato de Niños de Papel en Canapote y en casas acondicionadas para tal fin en los barrios San Francisco, El toril y Boston. Ahora, un viernes cualquiera, sale en shorts y hawaianas a Santa Rita y espera un mototaxi para ir adonde ningún taxista sube: a Loma Fresca, uno de los barrios más peligrosos de Cartagena. De bajada, Carlos, el celador, la acompaña hasta la esquina para que tome un jeep de vuelta. Pero es mejor que Carlos no cruce la calle. Lo matan si se atreve. Margaret lo sabe y sigue sola tan tranquila.
Al principio, en estos barrios algunos le preguntaban: “¿Lleva plata?”. Ella contestaba: “No, pero llevo libros”. Se preocupa porque los libros “no se llenen de polvo”, y también por el futuro de aquellos que la llaman ‘tía’. “No me pongo triste porque se vayan, sino porque salgan sin leer o sin siquiera mejorar las condiciones que los trajeron aquí”, dice.
En octubre pasado, en Canapote, dos hombres le robaron una cámara con fotos tomadas para conseguir la donación de unos inodoros. Se asustó por los dos chicos que iban con ella, quienes fueron amenazados con un arma. Pero no se enojó. Reflexionó: “Estos niños también podrían ser pandilleros si no tienen educación ni oportunidades de trabajo”.
“Nadie se mete con los del Centro, ni se roba una teja mientras yo esté”, dice Carlos, que como muchos niños de estos barrios empezó a vagar desde los 9 años, cuando su mamá lo dejó con una vecina y terminó en pandillas y en la droga. Ahora Carlos, rehabilitado y viejo, se aferra al trabajo de celador mientras su hija de 6 comienza a leer y le enseña a él.
La pasión de Margaret hoy se contagia y se apoya en profesores como Luz Dary León, la psicóloga María Matilde Jiménez y un grupo de voluntarios que alfabetizan, juegan y acompañan a los niños, mientras ella busca recursos y alianzas como directora y estratega de un paquete de programas educativos, que ahora incluye proyectos de bienestar en hogares para pequeños, talleres de liderazgo y preparación para adolescentes que quieren ir a la universidad.
Cultura en Getsemaní
“La danza también es cruel, te obliga a competir contigo misma. Cada día tienes que tener más elasticidad, levantar más la pierna, saltar mejor”, dice la bailarina italiana Dina Candela. Ella sostiene Ciudad Móvil, en Getsemaní, ese lugar al que llama “transfronterizo”, adonde muchos de barrios populares llegan sin sentirse fuera de lugar, y otros de estrato medio y alto empiezan a asomarse sin miedo. “Este proyecto nace de mi enamoramiento visceral por Cartagena, con el fin de que deje de ser un ‘escenario’ para que se convierta en un ‘espacio’ de cultura. No desde la perspectiva de la europea que llega a decir ‘montemos algo porque aquí no son capaces’. Es sólo un deseo, con otros artistas, de abrir un espacio sin tantas limitaciones burocráticas y sociales”.
Por las mañanas, Dina ensaya su danza en Ciudad Móvil, único espacio independiente y autosuficiente con sede propia en Cartagena; un lugar de difusión, creación, formación; de muestras, conciertos, ensayos de danza contemporánea afrocolombiana, clases de salsa...
Por las tardes gestiona. En el salón bailan zumba y ella se da por “bien servida al ver gente tan distinta sudando junta”. Fiel a esa fijación por el diálogo intercultural y a su pasión italiana por la comida, dedica el día entero a preparar el menú siciliano caribeño de su nuevo “gastrolaboratorio”.
Resiste. Así, tan estricta como se ve ella, confiesa que el año pasado tuvo miedo, cuando la dueña de la casa donde funciona el centro recibió una jugosa oferta de alquiler. “Por amor al arte” Ciudad Móvil se quedó, aunque paga el doble que hace dos años.
En enero, al terminar la primera de las intervenciones artísticas en espacios públicos, contratadas para este año por la Escuela de Artes y Oficios, el electricista de Ciudad Móvil, involucrado en logística de tal evento, le agradeció la oportunidad de trabajar mientras ve un cuentacuentos, un performance o un concierto.
Después de trasegar por Europa, Dina, la abogada, gestora, chef y mujer orquesta, que trabajó hasta en un consulado en España, salta por el espacio donde después de 10 años volvió a entrenarse en la danza. Allí siente que empezó “a pensar más claro”, descubrió el mango y que la danza, como la vida, también es adrenalina.
La vecina es Nathalie
“No te puedes ir de Colombia sin visitar Cartagena”, le dijeron al terminar su tesis en Ingeniería Ambiental sobre la sabana de Bogotá. Así lo hizo. Y se le quedó grabada, ya hace 17 años, la imagen de un niño durmiendo a los pies de la estatua de Pedro de Heredia junto a la Torre del reloj, por donde la gente pasaba indiferente en sus carros con las luces altas. Entonces, una idea asaltó a la holandesa: “Cómo pensar sólo en el medio ambiente con tanto niño en la calle”.
A Nathalie Rietman, amable y algo tímida, le cabe tanta filantropía como un estricto sentido de planeación. Creó en Holanda una fundación con amigos voluntarios para reunir fondos y, al mismo tiempo, trabajó en un jardín infantil. Luego volvió, y después de tres años de espera para obtener las licencias de preescolar y primaria, se instaló hace siete con el nombre de La Vecina, nombre de su colegio, ubicado en el último rincón de La Boquilla, uno de los barrios más deprimidos de la ciudad.
Con la alcantarilla desbordada por seis meses en el 2013, el pantano hasta la rodilla en inviernos tan duros como el de noviembre del 2012, pagándole hoy a Electricaribe cuatro veces más que hace medio año y sin agua varias horas al día, Nathalie ha abierto cada año un grado escolar nuevo: desde jardín hasta completar quinto de primaria. “En Holanda llueve casi medio año y la vida continúa”, advierte. Bajo ese parámetro, los niños poco faltan al colegio pese a sus circunstancias, que ya han empezado a compartir en el colegio.
La Vecina es un colegio pequeño pero impecable, con desayuno, almuerzo, equipo de fútbol, psicóloga y una cátedra que entrega el mensaje de “la educación importa”, extensivo a muchos indiferentes.
La mamá de la niña más pequeña (3 años) del colegio, perdió a su bebé tras un mal embarazo. Fue al médico y este le dijo que lo suyo era psicológico. Al día siguiente murió, como la mamá de Nathalie cuando ella tenía 10 años y como su padre, cuando tenía 11. “Nunca había ido a un funeral acá. Me impactó tanto. Sentí mucho dolor”. Nathalie recuerda la vida con sus tíos como “difícil”, pero define como “feliz” su paso por un internado en la adolescencia, como el que ella misma abrió al llegar a Cartagena, pero no pudo sostener más de dos años por los altos costos.
Este año, la niña que perdió a su madre ya no se gradúa con el primer grupo de primaria porque su abuela prefirió sacarla. Son tiempos difíciles para todos. Por error, Nathalie tiene visa de voluntaria. Sus papeles en regla muestran que es la dueña de su colegio, pero en el consulado colombiano le dijeron: toca esperar otros 5 años para la residencia. A pesar de todo, Nathalie mira el futuro con esperanza.
LUCERO RODRÍGUEZ G.
Para EL TIEMPO
Cartagena
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