Niño de etnia awá relata la vida de su tribu e
Cuando tenía 13, Ramón* fue el primer niño de la etnia awá que salió del país y el único pasajero que hablaba lengua awapit entre los 156 que ocupaban la aeronave. Era la primera vez que se subía a un avión y durante el viaje y durante el vuelo que lo llevó de Bogotá a Londres, al observar el cielo por la ventanilla pensaba: "Está amaneciendo, qué nubes tan doradas. Nunca las había visto de cerca".
La noche que llegó a Londres, a pesar del cansancio, no se durmió inmediatamente, pues los mayores awá le enseñaron que el cuerpo va antes que el alma. "Después de un viaje, el alma puede quedar rodando y ser atrapada por espíritus del mal. Yo no quería que atacaran mi alma: eso da vómito y dolor de cabeza. Me quedé despierto bastante tiempo hasta que estuve completo", cuenta, con voz sosegada.
Al día siguiente, lo esperaban más de 20 niños de diferentes lugares del mundo en el Panel Global de la Niñez, organizado por Save the Children. Menores de edad de Escocia, Gales, Nigeria y Bangladesh, entre otros, esperaban escuchar lo que diría Ramón, que solo se podía comunicar en español o en lengua awapit.
Nadie conocía ni la una ni la otra y en el discurso mezcló las dos, así que el traductor hizo lo mejor que pudo. Antes de comenzar su intervención, no sabía si en otros países podían entender lo que vive su comunidad. En sus manos tenía una cantidad de papeles con apuntes sobre las condiciones de la niñez en la zona roja de Nariño, donde todavía vive.
Cada vez que debía pasar una hoja, mientras volvía a romper el silencio de su pausa, sentía el peso de las miradas que no se apartaban de él.
Habló de su comunidad -de aproximadamente 2.000 personas-, que vive en casas de madera construidas por los awá en medio de la espesa selva, y de la desértica carretera que los comunica con Nariño y Tumaco. Un territorio sin restaurantes ni establecimientos comerciales, protegido por la guardia indígena, rodeado de grupos al margen de la ley como guerrilla, rastrojos y águilas negras, que han llegado sin previo aviso y viven ocultos. "La presencia de grupos armados hace que aparezca la Fuerza Pública, comiencen los enfrentamientos y nos azote la violencia", explicó en su presentación.
Ante un auditorio repleto de interrogantes sobre la guerra, habló el golpe que sufrió la comunidad awá en el 2009, con la masacre de 20 indígenas a manos de un grupo ilegal en el cabildo de Tortugaña-Telembí.
"Después de eso, muchos tuvieron que desplazarse y la comunidad sentó una voz de protesta. Sin embargo, hoy ya no usamos ningún medio para defendernos, solo les enviamos cartas a los grupos armados para que quedemos por fuera de los actos delictivos".
No obstante, este diálogo no frena el reclutamiento forzado, otro de los puntos que tenía subrayados en sus papeles: "De algunos resguardos se han ido jóvenes para la guerrilla. Los buscan sobre todo cuando se reagrupan. Para llevárselos, les pintan mil maravillas, y a la hora de la verdad son falsas promesas. Se han presentado casos de niños de 9 años que se van, aunque sus padres intentan detenerlos. La gente sabe quiénes los reclutan, pero no denuncian por temor a que los asesinen".
Aclaró que la educación en la zona tampoco es un tema fácil: "Los cupos están limitados en las instituciones y los que viven en lugares apartados no pueden transitar libremente porque tienen que pasar por siembras de minas antipersonales en las que ya han caído niños", afirmó.
Finalmente, tocó el tema de la alimentación en los resguardos, que por la fumigación de la coca se ha visto afectada: "El veneno ha caído en otros cultivos y eso retrasa la alimentación de los niños", dijo.
Cuando la reunión terminó, se dio cuenta de que era el único niño que vivía en una zona de guerra, lejos de la cuidad. "Contar lo que pasaba era mi aporte, para que esto no ocurra más. Temor de hablar, no tuve, y en el segundo viaje ya pude expresarme mejor.
La barrera es el idioma, pero no me impide hablar. Este año tengo
mi tercera reunión", asegura, con una mirada firme de adulto, a pesar de que su cuerpo y sus brazos hacen evidentes los 15 años que tiene.
A su resguardo llegan con frecuencia noticias de los enfrentamientos que ocurren en sitios cercanos. En las pocas tiendas y en el colegio se habla de los asesinatos que cometen los grupos armados; algunos de los muertos son conocidos de los niños e incluso cercanos. Varios menores de edad han visto cómo la sangre de sus padres awá, derramada en el suelo, mancha sus zapatos.
Mientras intentan vivir la vida de su comunidad, los adultos se esfuerzan por evitar el contacto de los niños con la guerra, que es inevitable cuando hombres que no son del resguardo se les acercan en las calles para hablarles al oído de las bondades del conflicto.
Como buen awá, cree en los mitos que ha salvaguardado su pueblo, como el que dice que el hombre se originó del musgo que se pega en los árboles.
Cuando llegó a la escuela bilinge donde, además de español daban clases de awapit, no había estudiado la lengua de sus mayores, aunque la conocía de oído.
Tenía 11 años y muchas ganas de transmitir el mensaje de su pueblo. En su casa de palma de chonta, comenzó a citar a los más cercanos amigos para impartir los talleres sobre la cosmovisión de su pueblo: "Mi esperanza era que los niños se sintieran orgullosos de nuestra cultura y no ingresaran a estos grupos armados".
Con su trabajo, se ganó el espacio para ser la voz de los niños en importantes reuniones con gobernadores, las máxima autoridades de su pueblo, y actualmente es uno de los integrantes de la red de participación de niños y niñas impulsada por Unicef y organizaciones nacionales e internacionales, que son parte de la estrategia Hechos y derechos, orientada a lograr que los menores tengan voz en la toma de decisiones de alcaldías y gobernaciones del país.
"El único temor que tengo es el de no poder cumplir mi mayor sueño: ver a Colombia en igualdad, que sea un país en el que se respeten los derechos de los niños", dice.
En el resguardo, guía a un grupo de 50 menores de edad que desde los 5 años escuchan las historias que él tiene sobre los cuatro mundos de los awá: el de las personas que comen humo, el de los humanos, el de los muertos y el de los dioses -la luna, las estrellas y el sol-. "Los niños deben saber que adoramos a la luna en menguante y en luna llena, porque en estas lunas es bueno cortar madera para construir las casas y es época de siembra", anota.
También les habla de lo importante que es conservar las curaciones tradicionales y la lengua awapit, y de lo valioso que es tocar instrumentos musicales y aprender a hacer manualidades como el canasto. Les enseña que tienen derechos y que es importante hacerlos respetar.
Cuando era más pequeño, de día trabajaba como recolector con su abuela y en la noche, como la electricidad se interrumpía con frecuencia, era difícil ver televisión. Por eso se acostumbró a leer:
"A veces duraba hasta tres horas leyendo, me gustan los cuentos como Caperucita Roja y la fábula El águila y el escarabajo. Dejan una gran enseñanza: que hay que respetar a los demás para ser respetado", asegura.
Está terminando el colegio y piensa estudiar Derecho; le interesa porque quiere tener herramientas para proteger a los niños; pero también pensó en la aviación desde que miró por la ventana del avión aquel amanecer con el sol de frente, en su inolvidable viaje a la capital británica.
Margarita Barrero Fandiño
Redacción ABC del Bebé
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