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Editorial: Siembra vientos...

NotaPublicado: Lun, 25 Jun 2012, 15:52
por yy_isda_yy

Al terminar la década de los 80, Colombia atravesaba por un momento realmente crítico de su historia. El asesinato de tres candidatos presidenciales, sumado a la muerte de centenares de civiles, funcionarios y agentes del orden, puso de presente el asedio criminal del narcotráfico a las instituciones.


Al país lo regía una Constitución, la de 1886, que no daba cuenta de una nación que, aparte de enfrentar grandes peligros, había cambiado y exigía nuevos esquemas, en los cuales se diera un mejor balance entre deberes y derechos. Al mismo tiempo, existía un gran cansancio con la clase política, la misma que había empezado a ser corrompida por la sed del dinero fácil y que era beneficiaria de múltiples gabelas, aceitadas con jugosos auxilios.


Estos fueron los ingredientes del caldo de cultivo en el que se forjó una iniciativa ciudadana que, estimulada por la indignación y la sed de transformación, supo organizarse, al punto de lograr que se convocara un referendo, en el que los colombianos expresaron su deseo de modificar la Carta Política. Entre las muchas causas que impulsaban al movimiento de la séptima papeleta sobresalía el reclamo por la igualdad. La idea de que esta no podía ser más una nación de castas y estamentos intocables y que la renovación debía empezar por un Congreso que diera ejemplo de ética, respeto a las normas y rectitud.


El desenlace fue una Constitución concertada por las más disímiles fuerzas políticas, que lograron, como lo dijo Álvaro Gómez, acuerdos sobre lo fundamental, que el pueblo aplaudió. Y entre lo importante estuvo el esfuerzo de limpiar las costumbres y establecer reglas de juego para que en el Capitolio no se volvieran a presentar los vicios del pasado.


Como es bien sabido, el resultado fue agridulce. Tanto el proceso 8.000 como la parapolítica demostraron que, junto a muchos dirigentes limpios, volvieron las manzanas podridas al Congreso. Sin embargo, las nuevas normas permitieron hacer labores de limpieza ejemplarizantes, que desembocaron en condenas y destituciones que se cuentan por docenas, las cuales todavía no han terminado. Todo esto para recordar que Colombia ya se la jugó una vez ante un legislativo indigno, experto más en la concepción de micos y en el diseño de planes de turismo parlamentario, que en atender las necesidades de sus electores.


Contra este espíritu de origen ciudadano, levantado sobre los más sólidos principios de la democracia, actuaron un puñado de integrantes del Congreso el pasado miércoles, cuando se reunió la comisión de conciliación encargada de pulir el texto del acto legislativo que reforma la justicia. Y lo hicieron soterradamente, encerrados, de espaldas al país y sin la menor vergenza. Fraguaron un articulado tramposo, que más parece la obra artera de una empresa criminal.


El resultado es un perturbador déj vu que, insistimos, no puede salir adelante. De lo contrario, los efectos serían nefastos para una serie de procesos en curso, con lo cual se le abriría de par en par la puerta a la impunidad, tanto pretérita como presente y futura.


Lo ocurrido en la conciliación de la reforma también afecta en materia grave al Gobierno. Su ingenuidad durante el trámite siembra dudas sobre la capacidad que tiene para controlar a unas mayorías que esta vez lucieron desbocadas. Todo esto terminó por llevar al ministro Esguerra a asumir la responsabilidad política y presentar renuncia.


Es irónico que mientras se dice que la Unidad Nacional está conformada por partidos que no cesan de refrendar su compromiso con la lucha contra la corrupción, en la práctica se ve otra cosa. Esto refuerza el desconcierto de la gente, que no entiende por qué sus miembros le dan el visto bueno a un conjunto de normas con las que se vuelve a poner el pastel del erario en la puerta del Capitolio.


Por eso, más que quedarse en el pantano de los vericuetos legales, el llamado al Congreso es a enderezar cuanto antes su proceder. Y al Ejecutivo, a mejorar sus mecanismos y efectividad, dentro del debido respeto a la independencia de poderes.


Pero, sobre todo, los parlamentarios deben saber que juegan con candela y que hace rato la indignación nacional no llegaba a los niveles actuales. Episodios como los del senador que, con desafiante actitud, reprochó a unos policías que le pidieron la prueba de alcoholemia, ya habían caído muy mal. Aunque nada se compara, en sentido figurado, con haberle dado rango constitucional al nefasto "usted no sabe quién soy yo".


Es claro que no todo está consumado. Queda esperar que las gestiones del Presidente de la República, sumadas a la sensatez de los magistrados encargados del control constitucional del acto, junto con la capacidad de autocrítica y reflexión de los parlamentarios, terminen por echar para atrás este esperpento.


Un escenario ideal apuntaría a rescatar los pocos muebles dignos de salvarse del incendio. No obstante, dada la gravedad de la situación, tal vez lo mejor sea sepultar para siempre este oscuro capítulo de la historia legislativa del país y recomenzar un proceso en el que se aprenda de los errores cometidos. De no ser así, ganarán fuerza los vientos, ya perceptibles, de revocatoria. Los mismos que soplaron en 1990 y que el Senado y la Cámara de Representantes de aquel entonces dejaron convertir en huracán.


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