Dos hombres en una moto blanca se acercaron a Alejandra Guevara y antes de echarle ácido en su cuerpo le entregaron un mensaje: "Gonorrea, ahí le mandó el patrón por sapa", cuenta la joven de 22 años de edad mostrando las heridas en su brazo derecho que aún no cicatrizan.
Sucedió el 31 de julio pasado, cuando ella se dirigía hacia su casa ubicada en la localidad de Bosa, luego de un día de trabajo como vendedora ambulante en el centro de Bogotá.
Este fue el último ataque de los muchos que ha recibido por cuenta de haber testificado en contra de la banda la Cordillera. Y es que sus declaraciones, que llevaron a la cárcel a 18 miembros de ese grupo delincuencial, incluida su propia madre, en vez de traerle beneficios, como le prometieron, a Alejandra y a su familia les ha significado un verdadero calvario.
Desde el 2004, cuando rindió su primera declaración en los juzgados de Paloquemao, en Bogotá, la mujer, calificada como testigo eficaz por la fiscal 19 de Derechos Humanos, ha tenido que sufrir secuestros, torturas, abusos sexuales y hasta el asesinato de su suegra, el año pasado.
"Ellos dicen que no quieren matarnos todavía, que nos van a hacer sufrir primero y después, cuando se les dé la gana, nos pegan un tiro", cuenta Alejandra, sentada en una silla de la sala de su casa, sitio del que no ha salido desde el día que los hombres de la moto blanca la atacaron.
En la cara se le nota el temor cuando tiene que enfrentarse a abrir la puerta de su vivienda para que entren sus hijos de cuatro y seis años de edad, quienes llegan hacia el mediodía del colegio.
Con gran rapidez abre las tres cerraduras y, uno a uno, va abriendo los cinco candados que aseguran una gran cadena que le da la vuelta a un sistema de argollas ubicadas alrededor de la puerta. El proceso no dura más de cinco minutos, pues ya tiene práctica, pero ese tiempo en que sus hijos esperan fuera de la casa se le hace eterno, cuenta.
La pesadilla que hoy está viviendo Alejandra y su familia empezó en el año 2001, cuando, asegura, la ambición de su madre, la llevó a meterse con los de la Cordillera. Alejandra, quien en ese momento tenía 11 años, debía acompañarla a donde ella fuera.
Así fue como llegó presenciar cómo usaban bebés para llevar droga desde Pereira hasta Bogotá y a conocer las cuentas bancarias en las que depositaban el dinero de la organización, pues su madre la usaba para hacer algunas de esas transacciones bancarias.
Alejandra también presenció asesinatos y torturas, cosas que, dice, a sus escasos 11 años de edad le parecían normales. Pero en agosto del año 2004, cuando ya alcanzaba los 14 años, una redada realizada por el CTI y el Ejército le cambiaría el rumbo a la banda, y Alejandra se convertiría en la testigo que los llevó a prisión.
Con su mamá en la cárcel, ella quedó a la deriva, y en una calle de Chapinero encontró a quien sería su esposo, Juan Carlos, que la llevó a vivir a su casa. A medida que avanzaba el juicio contra la banda también llegaban las amenazas, los panfletos, las llamadas y gente extraña que tocaba a la puerta preguntando cualquier cosa.
Así fue como decidieron irse de Bogotá después que miembros de la banda secuestraron a Alejandra para obligarla a retractarse de todo lo que había dicho. Llegaron a Medellín, donde, en junio de 2006 se vincularon al Programa de Protección de Testigos de la Fiscalía.
Al hacer el estudio de riesgo se dieron cuenta que en esa ciudad no podían vivir y los llevaron para Cúcuta, en donde estuvieron cuatro meses. Luego fueron ubicados definitivamente en Bucaramanga, lugar que era considerado seguro para ellos.
Sin embargo, allí empezaron a recibir amenazas. Vivían en un tercer piso y los panfletos con amenazas de muerte los metían debajo de la puerta del primer piso, donde vivía la dueña. Los vecinos incómodos con ellos les pidieron que se fueran, ya que después de los panfletos empezaron a llegar hombres en camionetas a intimidar a los vecinos diciéndoles que se metieran a las casas que iba a haber muertos.
De ahí se fueron a Santa Marta. Todo parecía que estaba volviendo a la normalidad, pero a los cuatro meses los encontraron. Secuestraron a Juan Carlos, lo montaron en un taxi, lo golpearon y lo acusaban de estar presionando a Alejandra para que declarara contra ellos.
Después de esto las cosas se calmaron un poco, cuenta. Pero un día llegaron hombres armados a la casa. Los amarraron y torturaron. La pareja que ya tenía un niño de un año fue torturada, mientras amenazaban con matar al bebé. Y Alejandra, que estaba embarazada de su segundo hijo recibió la peor parte, golpes en el estómago y abusos de todo tipo, recuerdan. Hasta que al fin se cansaron de golpearlos, abrieron las llaves del gas y se fueron. Se salvaron gracias a los vecinos que llamaron a la policía.
"No sabemos qué más hacer, hemos tratado de manejar un bajo perfil, no permanecemos en un sitio fijo, no estamos vinculados a ningún sistema de salud, no tenemos teléfono fijo, no tenemos cuentas bancarias ni nada que nos haga dar papaya, optamos por vivir prácticamente en la clandestinidad, sin embargo, siempre llegan a donde estamos", afirma Juan Carlos, quien guarda cuidadosamente cada panfleto y reporte médico para comprobar su estado de riesgo.
Esta cadena de desgracias se volvió tan común que ya aprendieron a convivir con ello, cuentan Juan Carlos y Alejandra. Sin embargo, el año pasado recibieron un golpe muy fuerte, el asesinato de la mamá de Juan Carlos.
"Salimos a dejar los niños en el colegio una moto se nos vino encima. El hombre estaba estacionado en una esquina y apenas vio que estábamos cruzando la avenida trató de arrollarnos, yo me pude quitar, pero mi suegra no y ahora está muerta", cuenta Alejandra.
Los transeúntes evitaron que el hombre, que estaba armado, escapara. Pero lo más extraño de todo es que la investigación por este caso particular no avanza y la moto, de placas ALY 10, aparece registrada como de uso oficial.
Alejandra y Juan Carlos dicen estar cansados de que sus hijos les reclamen por qué siempre están encerrados y no pueden ir a jugar al parque como los otros niños. Solo piden que el Estado los pueda sacar del país, pues las mismas autoridades les han manifestado que no pueden vivir en los departamentos de Antioquia, Cundinamarca, Meta, Casanare, Valle del Cauca, Magdalena, Quindío, Risaralda y Caldas.
"No sabemos más a dónde irnos a vivir. En siete años hemos vivido en siete ciudades diferentes y en todas nos han encontrado. De qué sirvió declarar para que esa gente fuera a la cárcel, de nada, pueda ser que esa gente esté en la cárcel, pero siguen delinquiendo y estos ataques son una muestra de eso", dice Alejandra y luego confiesa que se arrepiente de haberse convertido en testigo.
REDACCIN JUSTICIA
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