No ser artista, para algunos, es una desgracia llevadera. Pero querer serlo a toda costa, sin talento, puede ser un verdadero desastre. Sobre todo si pensamos en las consecuencias de este nuevo mal sin remedio que tiene a Bogotá sumida en el descuido: la profusión de grafitis antiestéticos, las calles saturadas de rayones sucios. (Vea algunos de los murales)
“Es gente a la que solo le interesa poner su nombre, figurar. No buscan el placer visual”, cuenta DJLU, un arquitecto y artista urbano bogotano que pinta grandes murales y que trabaja como profesor universitario.
Se trata de un caso aislado, de un artífice de obras de gran formato, esas que de vez en cuando se dejan ver en las calles de la ciudad y que captan la atención por su fuerza expresiva, por su mensaje definitivo.
“El tema de la violencia abordada desde el símbolo es uno de los grandes temas de mi obra. Me interesa un concepto expandido de violencia, que es la que va más allá de la guerra”, explica.
Y aunque las comparaciones muchas veces resultan molestas, Banksy, el enigmático artista inglés que siempre ha mantenido oculta su identidad (tal vez el grafitero más reconocido en el mundo), es el referente inmediato de este tipo de artistas.
DJLU–siglas que vienen de su anterior trabajo como DJ– usa una máscara de boxeador para mantener el mismo anonimato. Pero también por sus pictogramas abiertamente políticos, por la ironía, por el juego, por el discurso antibelicista de su obra, este artista plástico se ha ganado su lugar en las calles bogotanas.
Preferir la calle a la galería tiene razones de peso: “Hoy en día, a mí me asusta la idea de una Mona Lisa: un cuadro detenido en el tiempo, en pausa, aislado del gran público. Me gusta la obra que vive, que está en la calle, expuesta a la intemperie, que puede ir cambiando. Usted pasa y muta a diario. Es de otro color en un mes”, dice DJLU con una voz queda que apenas logra salir de la máscara antigás.
Un mural podrá durar una hora o un día, un año o tres meses. El arte urbano es solo comparable con la vida: de corta duración, cambiante, envejecido por el tiempo, muchas veces oscuro; otras, lleno de color.
Intervención
Son las nueve de la mañana. Un sol directo, una luz blanca cae intermitente sobre la ciudad. La filtran el humo negro de los buses, las nubes densas, que son siempre oráculo de lluvias. De fondo, un ruido metálico. Bogotá, como casi siempre, está azulosa, plomiza.
En Chapinero, DJLU, que por sus ropajes parece un obrero laborioso, se enfrenta a una pared que es como un despojo; quebradiza, ruinosa. Se para enfrente, la mira de la misma forma en la que un escritor mira con angustia una hoja en blanco.
Es sábado. En la calle 67 con 7.ª, debajo de un árbol de mandarina agria, de esos que solo brotan en la tierra fría, al lado de un parqueadero público, el artista va limpiando un muro mediano. Parece preparando una laja, puliendo una mesa de billar.
El dueño del lugar, después de un diálogo corto, le autorizo la intervención. “La mejor manera es charlando. Uno toca en una casa que está medio abandonada. Pregunta. ‘Hágale’, responden casi siempre. Todo es hablando. Sin tapujos”, cuenta.
Saca la escalera, como un andamio, y la ensambla. Abre los tarros de pintura, saca los esténciles. Todo lo paga de su propio bolsillo.
Los personajes de la calle que paran a mirar su actividad lo hacen por varias razones: ver el acto a plena luz del día, observar un proceso desconocido para casi todos.
Mientras respira trabajosamente, con la máscara siempre en puesta, DJLU camina de un lado a otro de la pared como si entre ese límite se jugara su mundo. Y se juega. De ahí su firma ‘Juegasiempre’. Es decir: la ciudad es un campo de juego.
“Un grafitero que se hace un vagón de tren consigue muchos más lectores de los que puede conseguir un escritor de novelas. Yo tenía la idea de que el grafitero era un vándalo y punto. Pero también sospechaba que era algo más complejo”, dijo alguna vez el escritor español Arturo Pérez-Reverte. Y en- este caso, su intuición se confirma.
DJLU es un artista cuidadoso. Se demora, es obsesivo con el detalle. No son gratis sus 8 años pintando la calle.
Va soltando unos trazos breves de artesano sobre la pared. Nadie entiende qué monstruo o qué barbaridad tiene en mente. Él, por su parte, no se entera del bullicio, del ajetreo de la calle que tiene justo atrás. Nada sabe de las patrullas que pasan y lo miran con algo así como una admiración contenida.
Los hombres, entre tanto, pasan como sombras. Un viejo, una monja, un carretero, un policía. Todos se detienen. Pero DJLU apenas los siente. Se aleja, toma perspectiva. Dialoga visualmente con el muro.
Allá, arriba del andamio, la vida es otra. La escena atrae miradas como una lámpara llama a las moscas. Con ágiles movimientos, DJLU se sube, se baja de la estructura.
Entonces, después de 5 horas de trabajo, la gran imagen de un zorro que se ha estado afincando sobre el sucio muro –y que parecía ser todo menos un animal electrizado– queda al descubierto, sin protección.
Cualquiera que no fuera él, cualquiera que no estuviera ensimismado en la contemplación absorbente hubiera notado la diferencia entre su obra y los mamarrachos de al lado.
Unas horas después, el cielo negro se encargó de dejar su cuota de agua por primera vez sobre la pintura fresca. Cuando el trabajo está terminado es como si a los caminantes les pusieran una roca en el camino, como si les tomaran la cabeza con la mano y les levantaran la vista. Todos miran el zorro. Pero nadie conoce el rostro del autor. DJLU ha escogido el anonimato. Que hable la obra.
Toma sentido entonces otra frase de Pérez-Reverte: “El grafitero tiene derecho a llamarse escritor”.
SANTIAGO GÓMEZ LEMA
Redactor de EL TIEMPO
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