Este indígena mide 1,55 centímetros, usa camisas bordadas por su esposa, lleva en su mochila un cuaderno para tomar notas, fotos de sus hijos y coca para mambear si está cansado. Con él va siempre el bastón de mando que le entregaron los mayores sabios de su comunidad, la de los indígenas nasas del norte del Cauca.
Este indio -adjetivo que muchos usaron la semana pasada para insultarlo- se siente bien cuando le dicen así. Feliciano Valencia, vocero de su comunidad, ha sido el foco de críticas en estos días. Nada que él no conozca: desde que inició su trabajo como líder indígena se acostumbró a ser tildado de guerrillero, y de ahí para abajo. En medio de los debates con el Gobierno, reuniones con su gente, declaraciones por aquí y allá, ha tenido otra cosa en su cabeza: su sexto hijo nació hace una semana. Es una niña: Yucsek Sofía. Yuc significa luz en su lengua materna; Sek es agua. Sofía le gustó por ser sabiduría.
Este indio es recio. Habla alto cuando el tema son los derechos del pueblo que representa y que, en el 2000, recibió el Premio Nacional de Paz por ser ejemplo de resistencia pacifica ante el conflicto armado. La suya es una lucha vieja, aunque solo tenga 46 años. Empezó de niño. Su nombre completo es Feliciano Valencia Medina. Su abuelo, esclavo de terratenientes del Cauca, recibió de ellos sus apellidos. "Nosotros heredamos los nombres y ellos nos robaron la tierra", dice Valencia.
Este indio nació en el resguardo de Canoas, municipio de Santander de Quilichao. Es uno de los nueve hijos de Claudio Valencia y Fidelina Medina. Cursó primaria en la escuela de su vereda y hasta ahí llegó. Apenas ahora está tratando de terminar el bachillerato. Pasó la infancia como casi todos los niños indígenas: entre trabajo y naturaleza. Cumplía labores en la parcela de la familia y nadaba en el río. Con una familia tan extensa, la plata empezó a escasear. Adolescente, Feliciano se fue a buscar trabajo por el país. Recorrió Quindío, Risaralda, Caldas. Fue recolector de café en Antioquia y de algodón en Tolima. El camino militar no le interesó. Cuando el Ejército llegaba a los pueblos, tanto él como los otros muchachos se escondían (entonces no existía la norma que hoy exime a los indígenas de prestar servicio militar) para que no los reclutaran. Lo mismo hacían cuando llegaba la guerrilla.
Este indio anduvo de un lado a otro, pero siempre tuvo la idea de volver a su tierra. Cuando contó con algo de ahorros en el bolsillo, volvió a Toribío, armó su casa, se casó y comenzó su trabajo comunitario. En su mente tenía a los líderes que habían abierto el camino. Sobre todo al sacerdote indígena Alberto Ulcué Chocué, asesinado en 1984 por defender el proceso de restitución de tierras a manos de los indígenas. Valencia lo conoció. Recuerda las palabras de Ulcué cuando daba misa en su vereda. Por cuenta de él, Feliciano es bautizado bajo el canon católico. "La única razón por la que mis padres accedieron a hacerlo fue porque se trataba del padre Ulcué".
Este indio explica que su lucha es la continuación de la de muchos que también buscaron respeto para su tierra y su cultura. "La tierra es nuestra madre. Es sagrada. La defendemos porque es el mandato que recibimos de los antepasados. El mundo occidental no entiende la filosofía del pueblo nasa. El cerro del Alto de Berlín (de donde retiraron la semana pasada a los soldados), por ejemplo, es un lugar donde realizamos rituales".
Este indio ha pasado por todas las funciones hasta llegar a ser consejero de su comunidad. Guardia indígena, alguacil, secretario y gobernador de cabildo. Su presencia empezó a sentirse fuerte en esta última década, en el desarrollo de las mingas nacionales. A Valencia no le tembló la voz para discutir, en más de una ocasión, con el entonces presidente Álvaro Uribe durante consejos comunales en los que se levantaba para hablar sobre su pueblo y pedir que se cumplieran las políticas sociales prometidas a los indígenas.
Este indio heredó vena de líder de su mamá, aunque también cuenta que vivió un episodio que marcó su destino: durante un ritual sagrado, le cayó un palo de guadua en su cabeza. Feliciano sintió calor en todo el cuerpo. Se desmayó. El golpe fue tan fuerte que lo llevó a permanecer tres meses hospitalizado en Cali, con pérdida de memoria y el lado izquierdo del cuerpo paralizado. Se recuperó. "Regresé como más lúcido", dice. Los taitas le dijeron que esto había sido un mensaje que los ancestros. Desde entonces se concentró más en su trabajo.
Este indio no ha estado libre de recibir los castigos del resguardo. En 1999 recibió catorce fuetazos por no cumplir responsabilidades económicas con su exesposa. Valencia se ha casado dos veces. Con su primera esposa tuvo cuatro hijos y con la actual, dos. "Ese castigo fue por una desarmonía que cometí. Pasé por alto un procedimiento", dice sin querer profundizar en el tema. "A veces uno se carga de energías negativas y los sabios mandan fuete para volver a equilibrarse".
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Este indio también ha estado en la mira de las autoridades ordinarias. En el 2010, en el aeropuerto de Cali, cuando iba rumbo a argy como vocero de un encuentro de indígenas, fue detenido por secuestro simple y lesiones personales. Dos años atrás, un soldado (vestido de civil, con el camuflado en una mochila) fue visto en una minga. La guardia indígena lo retuvo y fue castigado con veinte fuetazos. El soldado demandó por secuestro y lesiones personales. "Esa no fue una decisión mía, fue un proceso colectivo -explica Valencia-. La autoridad ordinaria no entiende cómo aplicamos la justicia". El juicio está pendiente. De ahí que en días pasados, el comandante de las Fuerzas Militares, general Alejandro Navas, haya afirmado que Feliciano Valencia tiene cuentas pendientes con la justicia.
Este indio dice que ha sido amenazado tanto por guerrilleros como por paramilitares. En estos últimos meses, ha recibido mensajes de las Águilas Negras exigiéndole que detenga su labor. En el 2009, la Comisión Internacional de Derechos Humanos le solicitó al Gobierno colombiano adoptar medidas de seguridad para un grupo de líderes indígenas, entre los cuales estaba Valencia. l no las recibió, pero considera que es mejor así. "Correría más riesgo en un carro blindado. Ando con mis sabios y tengo un sistema de protección poderoso que ha evitado que otros me ataquen". Se practica continuos rituales de energía.
Este indio intentó llegar a un cargo de elección popular en el 2010, cuando la gente de los cabildos de Santander de Quilichao le pidió que se lanzara a la alcaldía del municipio. No ganó. Hoy no volvería a presentarse a elecciones. "Si llegara al Senado o a la Cámara, me haría echar en una semana". Está concentrado en su pueblo, 99.000 indígenas que habitan el norte del Cauca, la mayoría nasa, que viven de la agricultura y que, gracias a proyectos colectivos, han desarrollado empresas a mediana escala (distribuyen trucha por varias ciudades, exportan mármol blanco, rosado y verde, exportan café orgánico). Es una comunidad con un sueño: construir un modelo de vida de acuerdo con su pensamiento y su cultura. Saben que están rodeados de narcotráfico y guerrilla. Pero no creen que aumentar el pie de fuerza sea el remedio. En las escuelas los niños se meten debajo de los pupitres al sonido de las balas. En sus casas han hecho huecos para esconderse. "No queremos que militaricen nuestra vida. Somos capaces de cuidarnos. Hace rato lo hacemos".
Este indio siente miedo de que lo maten. No de la muerte, sino de no ver realizado su sueño. Cuando su cabeza está "grande de tanta cosa", se va dos o tres días a su casa, en la vereda El Broche, en Toribio, a relajarse. Feliciano Valencia pesa 73 kilos, come con gusto mote con carne de ovejo y piensa que con el presidente Juan Manuel Santos puede llegar la paz. De hecho, lo ha encomendado en sus rituales para que tome buenas decisiones.
Este indio de pelo largo y negro no va a bajar los brazos. Para dejarlo muy en claro, él mismo recuerda parte del himno del pueblo nasa: "Seguiremos resistiendo, hasta que el sol se apague".
MARA PAULINA ORTIZ
Redacción EL TIEMPO
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