Crónica de una carrera infernal

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Crónica de una carrera infernal

Notapor CLupton » Jue, 07 Nov 2013, 12:53

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Son las tres y media de la mañana y la bruma espesa apenas deja ver el camino.


En Fusagasugá, William Ramírez –atleta de 44 años, que corre desde los 17– participa por primera vez en una maratón de 80 kilómetros (la Media Maratón de Bogotá tiene una distancia de 21,097 kilómetros sobre terreno plano). Debe coronar el páramo del Sumapaz, superar pantanos y desfiladeros peligrosos, por donde sólo transitan mulas corpulentas.


Pero no solo eso: también debe atravesar la noche, la madrugada, el pleno día. El calor húmedo, el frío gélido. Desplomarse unas 10 veces. Levantarse otras tantas. Perderse. Hallar de nuevo el sendero.


Para seguir de cerca este intenso peregrinaje a través de uno de los paisajes más soberbios, pero menos amables, de la geografía colombiana, este cronista se atrevió a competir en el primer Endurance Challenge, que patrocina North Face en Colombia, en la provincia del Sumapaz.


Dos horas después de la iniciación del recorrido, el grupo aún permanece compacto. Un niño que juega entre un cultivo de lulo oye el tropel y asoma su cabeza entre las plantas. Tal vez acostumbrado a ver a campesinos montaraces ascendiendo por los caminos neblinosos con ruana y botas largas, el niño, que ahora ve subir hombres con trusas ajustadas y cinturones con líquidos contenidos como granadas, grita con sorpresa: “¡Llegaron los españoles!”.


Y en cierto sentido no se equivoca. Esta carrera es un encuentro con un mundo natural intacto. Es una expedición botánica digna de un nuevo José Celestino Mutis, de un Humboldt.


Se trata de una trocha apenas desbrozada por el machete de nativos trabajadores que nos enfrenta a la idea de un país en tránsito: en la subida se ve nuestro campo tal como es. La abundancia. Los microclimas. El agua.


Es domingo y los campesinos beben cerveza al son de las canciones que interpreta Diomedes Díaz, mientras ven pasar, uno tras otro, a los corredores con cara de fatiga. Entre ellos, el aldeano más sensato, menos ebrio, me pregunta: “Pero, ¿para qué corre si sufre?”. No tengo respuesta.


William, de Madrid (Cundinamarca), no ha visto el primer frailejón cuando abajo, en la plaza central del pueblo, Daniel Zubieta ya se prepara para comenzar un nuevo ascenso. Va a correr 50 kilómetros. Son las 6 de la mañana.


Tres horas después saldrán los participantes de 21 kilómetros. Y entre ellos se destaca un hombre bajito de rasgos indígenas que corre descalzo. Es Edwin Ibarra y vino de Ecuador.


En su país le dicen ‘el salvavidas’, pero tal vez aún no sabe que la única vida por la que debe preocuparse es por la suya.


Y aunque sus pies ya muestran un callo del grosor de la suela de un zapato, Edwin no se ha percatado todavía de que este recorrido es un expreso hacia un suplicio cenagoso, un ir al verde infierno de recorrer al trote el Sumapaz y volver de él.


De repente, al mediodía, se suelta una aguacero persistente. En ese instante, todas las categorías –10 K, 21 K, 50 K, 80 K– están en pista. Los caminos se vuelven aún más resbaladizos, los pantanos nos dan a la rodilla. Cada rato se alcanzan a escuchar los quejidos lejanos de un recién caído. La música desacompasada de las respiraciones juntas suena como un tren desvencijado que avanzara hacia ningún lugar.


Algunos buscan en la ruta su zapatilla recién aspirada por el vacío que crea el fango. No la encuentran. La niebla cubre el recorrido y William se pierde por cuarta vez. No ve por ningún lado las banderillas de colores que marcan el camino.


En uno de los puntos más altos, un potro arisco nos cierra el paso. Está nervioso. Todos quedamos quietos, miramos el reloj con angustia. Ninguno sabe si cruzar o saltar la cerca de alambre de púas. De un momento a otro, un hombre de unos 45 años se atreve a pasar y la bestia le suelta una patada feroz. Por suerte, no lo alcanza y de ahí en adelante todos pasamos con miedo, esperando el golpe seco que nunca llega.


Más adelante, aparecen los ríos caudalosos. La arritmia de los principiantes acompaña el recorrido. Los campesinos, que observan perplejos la procesión, saludan incrédulos. En una carretera destapada en la mitad de la cordillera, tres niños, de entre 8 y 10 años, forman una suerte de retén. Uno va disfrazado de Batman, los otros van sin camisa. Alzan la mano esperando que cada corredor responda a este saludo informal. Y apenas sienten el sonido, ¡clap! –de las manos que se encuentran–, me revelan el número fatídico: “¡Va de 62!”.


Por lo general, los grandes maratonistas son también matemáticos. Lo calculan todo: calorías, tiempo de ascenso, hidratación, dificultad del terreno. Para ellos, el cuerpo es una máquina de ritmos definidos. Pero para los atletas que vienen del campo, como William y Daniel, solo hay una norma: correr a toda hora. Entrenar todo el día.


William Ramírez, sin embargo, confiesa que siempre hay momentos de crisis, de desconcierto. Casi ningún atleta se salva. Los nutricionistas ya le tienen nombre a este mal sin remedio: la ‘pájara’, es decir, la interrupción del suministro de hidratos de carbono.


Muchos cuentan que después de correr durante varias horas, cuando el agotamiento se hace presente, empieza un delirio parecido a una pataleta contra la nada. La cabeza va de un lado a otro y se hace preguntas absurdas: “¿Y si llamo a un familiar para que me recoja en helicóptero?”. Otros, los más derrotistas, vamos redactando mentalmente nuestra última proclama: “Si mi muerte contribuye a que cesen las carreras y se consolide la unión, bajaré tranquilo al sepulcro”.


Pero también se pasa por un instante de máximo vigor cuando el cuerpo empieza a liberar endorfinas. El organismo se siente dueño de una energía sobrenatural. Dan ganas de correr más rápido. De gritar. Pero, como todo lo bueno, dura poco.


Faltan casi dos kilómetros cuando el pueblo por fin aparece en el panorama. En ese entonces ya los novatos caminamos en forma extraña. El remate parece un desfile de inválidos encalambrados. Caminamos chueco, nos ayudamos con bastones improvisados.


No sin cierto pesar, un grupo de hombres se acaba de inventar un negocio que parece rentable: “Por dos mil pesitos lo bajo en moto hasta la meta. Pa’ qué se va a joder ya terminando”, advierten a las carcajadas. Pero la oferta fracasa una y otra vez.


Faltando tan poco, nadie quiere claudicar. Hay que aguantar.En la carretera pavimentada el encuentro con los mismos rostros del camino produce alegría, da la sensación de no haber sufrido en forma solitaria. “No me imaginé que fuera tan dura. Muy brava, pero muy buena”, me dice un caleño agotado.


En la tarima, alguien con voz de locutor anuncia que el corredor que porta el número uno en la categoría de 80 K se acerca a la meta. Por los radioteléfonos se escucha que se trata de un hombre de paso ligero y elegante, que avanza sin esfuerzo.


Aprieta el paso a su gusto, lo reduce sin dar muestras de fatiga. A la 1:30 de la tarde, todos se agolpan en la meta para ver de cerca al sujeto que parece todo menos un ser humano normal. Es un monstruo, es una máquina, es un gigante.


Diez horas después de la partida, William aparece con la misma fuerza mecánica de sus movimientos cortos en la meta, seguido por una moto de la Policía. No tiene calambres. No lo escolta ningún competidor. Llega, se sienta.


No estira sus músculos. Sus piernas rasguñadas revelan la tortura de su trasegar. Tampoco se queja.


Ya para entonces, Daniel Zubieta, el hombre de San Antonio (Tolima), ha terminado la carrera de 50 K en primer lugar: 6 horas y 26 minutos.


Pero también hay una contracara: la de los vencidos. Sin fuerzas, con el tobillo tronchado, muchos de los corredores tuvieron que llamar al equipo de rescate. Como si estuvieran sacando a un secuestrado, los rescatistas debían atravesar la selva para cargar en una camilla al lastimado.


La mayoría de los maratonistas que corren en las categorías 50 K y 80 K buscan sumar puntos para alcanzar la clasificación al Ultra Trail, una carrera de 168 kilómetros, que transcurre por los picos más altos del Mont Blanc.


Dos días durará esta travesía por el punto culminante de los Alpes. El Ultra Trail, una de las pruebas más exigentes para cualquier atleta, atraviesa tres países –Francia, Italia y Suiza– y se celebrará el próximo año en el mes de agosto.


Para terminar, un atleta brasilero se acerca y cuenta que William fue el único que se detuvo a ayudarlo cuando se cayó. Luego, todos se preguntan, en coro, por los norteamericanos, que se perfilaban como ganadores seguros.


“No, ni pregunten por ellos; deben de estar sin aire los gringuitos. Esta carrera solo la podía ganar un colombiano, ¿o no, William?”, anota un antioqueño que no deja de sentir orgullo por el hombre esquelético, humilde, que nunca ha dejado de correr y que descansa sobre la silla del triunfo con un plato de frutas del trópico en sus manos.


Al frente, una camilla pasa con un participante que acaba de desmayarse. La lluvia ha cesado.


SANTIAGO GÓMEZ LEMA
REDACCIÓN DE EL TIEMPO



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CLupton
 
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