Por primera vez desde que Xi Jinping llegó a la presidencia de la República, a finales del mes pasado, China fue evaluada por el Comité de Derechos Humanos de la ONU. La sesión no deparó grandes sorpresas. Para los países occidentales, el gran lunar del gigante asiático es el mismo de hace cuatro años: el Tíbet.
El debate político alrededor de esa región tiene más de 60 años y parece no tener solución. En 1950, el Ejército de Liberación Nacional arribó al Tíbet y, desde la perspectiva china, lo liberó. Por el contrario, para la élite tibetana y parte de la comunidad internacional fue una invasión colonialista.
El Gobierno comunista siempre ha asegurado que el conflicto por esa zona no es más que un complot entre Occidente y el Dalái Lama para desprestigiar a China. De hecho, la figura del Dalái Lama –en el exilio desde 1959– ha generado amores y odios. Para unos representa la visión del deber ser de la humanidad, mientras que para otros es un terrateniente necesitado de legitimidad internacional.
Pero la tensión no se ha limitado a los comités de las Naciones Unidas. En días pasados, el expresidente Hu Jintao fue acusado de genocidio en contra del pueblo tibetano. Será investigado por la Corte Nacional de España por su presunta participación en actos de tortura y represión. El Gobierno responde que eso no solo es completamente falso, sino que no es asunto de tribunales extranjeros.
Mientras tanto, los 5,4 millones de tibetanos continúan con sus vidas, la mayoría desentendidos de este perpetuo debate internacional, que poco o nada afecta su cotidianidad.
El Tíbet y China
La meseta tibetana limita con India, Nepal, Bután y Myanmar, y abarca 1,8 millones de kilómetros cuadrados, que representan cerca de la tercera parte del territorio de China. Los ríos Amarillo, Yangtze, Mekong e Indio nacen en la cumbre de sus montañas. China dice que el Tíbet es parte de su territorio desde hace siglos, basado en documentos históricos que vinculan a los lamas tibetanos con los emperadores chinos. Esto se reafirma en el Acuerdo de 17 puntos, firmado en 1951 por las autoridades de Lhasa y Pekín, cuando Tíbet aceptó ser parte de China.
“Tíbet es ahora parte de China. Las autoridades centrales no alterarán el sistema político existente ni el estatus, funciones y poderes del Dalái Lama. Se respetarán las creencias religiosas, costumbres y hábitos del pueblo tibetano, y los monasterios budistas se protegerán”, reza el contrato.
Pero lo convenido entonces dejó de cumplirse muy pronto: de manera parcial, a finales de los 50 y, completamente, durante la Revolución Cultural (1966-1976). Por eso, desde 1959 el Dalái Lama ha venido repitiendo que el tratado no solo fue firmado bajo amenazas, sino además quebrado.
El Partido Comunista ha argumentado que el Tíbet vivía bajo un régimen budista déspota y corrupto, que las mujeres tenían derechos casi nulos y que se ejercía la esclavitud.
Otro blanco de sus cuestionamientos es la práctica tibetana de la poliandria, contraria a la moral inculcada por Confucio. En virtud de ella, una misma mujer puede casarse con varios hombres y concebir hijos con todos. “Era una condición habitual. Al crecer los hermanos, no podían dividir la tierra heredada de sus padres. Entonces, para no crear otras familias, compartían la misma mujer”, explica Li Kelin, profesora de estética y arte chinos de la Universidad del Pueblo, en Pekín.
Hoy, tras 62 años de batuta comunista en el Tíbet, las cosas han cambiado. “Hace años, esa forma de matrimonio (poliandria) era normal. Sin embargo, nunca he conocido a nadie que la practique. Creo que ya desapareció. Ahora cada quien puede elegir a la chica de su gusto”, afirma con una sonrisa un tibetano que frecuenta la zona del Templo del Lama, quien prefiere reservar su nombre.
Un paisano suyo, propietario de una tienda de artesanías cercana al templo y que se identifica simplemente como un monje que lleva dos años viviendo en la capital, reconoce que la independencia del Tíbet no es un tema que le interese. “Me gusta el Dalái Lama, pero es difícil tener una opinión política al respecto”, comenta. Según él, “el monopolio del poder en el Tíbet está en manos de algunos monjes que tienen muchas tierras, pertenecen a una clase social muy alta y no están en contacto con el verdadero pueblo tibetano; son ellos quienes están en contra de las restricciones impuestas por el Gobierno chino”. Otros, sin embargo, cuestionan la fuerza con la que se ha impuesto el régimen chino. “El Gobierno ha cometido bastantes errores. Desde 1950, mediante el discurso comunista, intentó erradicar nuestro pasado cultural”, afirma Linda, una tibetana graduada en cultura y lenguaje del Tíbet, y quien trabaja como vendedora en una tienda de vinos. “China no se ha dado cuenta de que el hecho de que algunos países admiren al Tíbet no significa que estén en su contra”, añade.
Para contrarrestar las visiones negativas, China se ha concentrado en invertir grandes sumas de dinero en la Región Autónoma del Tíbet –nombre que el Gobierno utiliza desde 1965 para referirse a la zona–, para desarrollar infraestructura en educación, transporte y seguridad social. “El Dalái Lama siempre ha dicho que el Tíbet necesita independencia religiosa y cultural, y no estatal. El asunto es muy sensible, pero es claro que necesitamos su apoyo económico”, concluye Linda.
Fuentes oficiales indican que la región es una de las que más ayuda económica reciben. Desde 2011, la educación primaria y secundaria es gratis para todos los tibetanos, que además tienen prioridad para conseguir cupos universitarios en todo el país. Se espera que, antes de que termine este año, todos los residentes vivan en casas subsidiadas, con calefacción, agua, electricidad, gas y televisión.
Con la apertura del ferrocarril que une a Lhasa con el resto de China, en el 2006, la llegada de materias primas ha aumentado considerablemente y la región ha visto un incremento significativo de su desarrollo económico. En el 2012, por décimo año consecutivo, su tasa de crecimiento anual fue de dos dígitos (11,8 por ciento).
Este crecimiento económico ha sido analizado por la crítica extranjera como una forma de ‘sinicización’, término que se refiere a la influencia negativa de la cultura china. En este caso, mediante la cuantiosa inversión y la llegada masiva de chinos de la etnia Han.
No obstante, algunos tibetanos niegan que el progreso haya llegado a la zona. “Yo vine a Pekín porque las condiciones de vida en el Tíbet son muy precarias. No sé qué piensan los extranjeros sobre el tema, pero sé que cuando van allá se dan cuenta de lo pobre que es”, afirma una vendedora de artesanías en una tienda en Nanluoguxiang, una de las calles más turísticas de la capital china.
Independencia no es el tema
“La independencia no es la cuestión en que los tibetanos están más involucrados, porque tienen otros problemas más urgentes. En mi opinión, uno de los problemas de la cuestión tibetana es que el gobierno en el exilio ignora hasta cierto punto los verdaderos problemas que los tibetanos residentes en la región enfrentan hoy”, comenta Mauro Crocenzi, tibetólogo y coautor del libro Marca Tíbet: la causa tibetana y su comercialización en Occidente.
Dada la gran emigración de tibetanos, ya sea hacia el resto de China o hacia otros países, el Dalái Lama repite constantemente el llamado a sus coterráneos para que no abandonen su hogar, así como sus reflexiones sobre la pérdida de identidad y de control de la zona.
“El Tíbet ha perdido gran parte de su cultura. Hoy es muy difícil decir qué características de la sociedad son tradicionales y cuáles son utilizadas para agradar al visitante extranjero. Es bastante confuso y lamentable”, concluye el monje tibetano que vende artesanías cerca del Templo del Lama, en el corazón de Pekín.
Para Occidente es Shangri-La
El Tíbet es considerado un baluarte cultural de la humanidad. En el siglo XX, esta región –en las faldas del Himalaya– adquirió un halo de misterio, y su espiritualidad inundó la mente de muchos. En su novela Horizonte perdido, de 1933, el británico James Hilton la describió como “un valle tranquilo y de total ausencia de preocupaciones mundanas, un paraíso terrenal. Es Shangri-La, un lugar de profunda emoción espiritual”. Este mito se intensificó en los 60, cuando el movimiento hippie absorbió el imaginario que propagaban los monjes tibetanos en el exilio. En los 90, El libro tibetano de la vida y la muerte, de Sogyal Rinpoche –budista tibetano reconocido por mezclar enseñanzas antiguas con el modo de vida contemporáneo–, tuvo un gran impacto. Además, el Dalái Lama, con su mensaje de paz y reconciliación, terminó convirtiéndose en un símbolo mundial. “El Tíbet es como un parque temático espiritual. La religión ha sido glorificada y en ese sentido representa la oportunidad de alcanzar la iluminación. Textos como el de Rinpoche alimentan esta glorificación, pero en realidad son escritos para movimientos como la Nueva Era”, afirma Shen Weirong, profesor de budismo tibetano de la Universidad del Pueblo, en Pekín. Pero no solo Occidente se apropió de ese imaginario. En el 2001, Zhongdian, situada en la zona de Las Tres Gargantas, en la provincia de Sichuan (vecina del Tíbet), fue renombrada Shangri-La por el Gobierno. La remodelación de la ciudad, basada en antiguos diseños chinos y tibetanos, busca convertirla en un centro espiritual y turístico.
TAKANORI OKAZAKI Y ESTEBAN PIÑEROS
Para EL TIEMPO
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