La frase es inocente: “Del periodismo se puede vivir, pero hay que reinventarlo”. Fue colgada en algún portal de internet, especializado en dar ánimos a los profesionales que acaban de pasar la cabecera de la pista y carretean para levantar vuelo. Yo creo lo contrario, que del periodismo se puede morir, pero hay que ejercerlo, aprovechar cualquier corriente de aire para planear y llevar el mensaje, o morir en el intento.
Desde los primeros días del gobierno de Hugo Chávez fue obvio que no se sentía cómodo con la prensa no oficial, no tanto porque lo criticara, sino porque no reproducía en toda su extensión –y literalmente– sus extensas declaraciones, anécdotas, chistes, ataques, propuestas y demás sucedáneos. Se quejaba de que no se le destacaba lo “realmente importante”, lo que él consideraba lo noticioso. (Lea también: Manifestantes salen por tercer día consecutivo a calles de Caracas)
Su intención era dirigir las primeras páginas de los periódicos y elegir la noticia con la que debían abrir los noticieros. Sus obsecuentes descifradores, algunos de los cuales habían sido celosos combatientes por la libertad de expresión en la democracia, hacían un gran esfuerzo para edulcorar los desplantes presidenciales. Afirmaban que donde había dicho ‘digo’ pensaba decir ‘Diego’.
No pasó mucho tiempo para que los dejara colgados de la brocha y les dijera que no, que no pensaba decir lo que ellos creían sino lo que había dicho. Ahí se aclaró el escenario y declaró la guerra. Nada de bambalinas ni de cortesías. Tampoco apaciguamientos.
Los periodistas que se mantenían firmes en sus principios de preguntar, indagar, desconfiar, volver a preguntar... en fin, ejercer el oficio, fueron declarados objetivos militares, algo que en este trópico tiene una sola acepción: la muerte.
Se impidió la entrada de los periodistas de los medios privados a los actos oficiales y a los públicos. Una cámara y una libreta se tornaron sospechosos. El más grosero apartheid se instaló en la Asamblea Nacional, el seno de la pluralidad nacional: los profesionales de los medios privados deben cubrir las sesiones desde un televisor colocado en un pasillo. Nada de contacto directo con la realidad, nada de describir cómo se entretienen los diputados mientras esperan el derecho de palabra.
Pocas cosas enorgullecen más a un reportero que subirse y bajarse de las unidades de transporte del medio de comunicación para el cual trabaja con la identificación bien grande: ‘Prensa, El Nacional’. En Venezuela eso es un peligro. Los vehículos que transportan periodistas deben pasar inadvertidos. Pueden ser víctimas del hampa, de los colectivos paramilitares y de los cuerpos de seguridad. Los ladrones los roban y matan sin contemplaciones; lo mismo hacen los ‘camisas rojas’. En cambio, los uniformados los despojan de equipos y grabaciones y los llevan “retenidos” para averiguaciones.
Son muy pocos los medios que todavía ejercen el periodismo con independencia. Primero se les restringió la publicidad de los organismos del Estado y de las empresas públicas; luego presionaron para que los privados vinculados con el Gobierno se abstuvieran de “colaborar” con la prensa de oposición; simultáneamente se los ha sometido a minuciosas fiscalizaciones tributarias y laborales, también a costosos procesos judiciales: cualquier foto o frase puede significar una multa o una medida de cierre; por último, se les restringe el acceso a las divisas para el papel, la tinta, las planchas de impresión, los equipos y las máquinas. Vivimos bajo asedio permanente y me recomiendan que reinvente el periodismo.
Sé que algunos periodistas se han reinventado, mutado, mejor; habiendo sido radicales defensores de la libertad de expresión –cuando no corrían peligro– devinieron en justificadores y en cómplices del asedio contra la prensa libre. Han terminado siendo los que empuñan el lápiz rojo para decidir qué se publica y cómo. Prefiero ser un sobreviviente, el dinosaurio que sigue emborronando cuartillas; en peligro de extinción, pero luchando.
RAMÓN HERNÁNDEZ
Jefe de cierre de ‘El Nacional’, de Caracas
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