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La última caricia de Fernando Gaitán a la libr

NotaPublicado: Mié, 08 Feb 2012, 10:50
por IMatza
La última caricia de Fernando Gaitán a la libretista Mónica Agudelo

Y no podíamos conocernos de otra manera porque nuestras vidas, desde que nos conocimos, siempre estuvieron atravesadas por una línea dramática que nos llevó desde la comedia hasta la tragedia.

La primera vez que escuché el nombre de Mónica Agudelo fue en 1992, cuando el país seguía noche a noche con ansiedad la historia de un cura enamorado al parecer de su propia hermana, en la telenovela Sangre de Lobos, un original de Bernardo Romero.


En los créditos de los libretistas estaba el nombre de ella. Ya había escuchado el rumor de que Bernardo había descubierto en un taller de aspirantes a libretistas a una filósofa, que venía del mundo financiero, y la había puesto a escribir de inmediato con él. Por aquella época Bernardo se había ido a vivir con su familia a Italia. Desde entonces tuve los deseos de conocerla, pues me inquietaba ver de cerca ese extraño ensamblaje de finanzas y filosofía.

Ese mismo año, Bernardo me pidió que escribiera los capítulos de una serie, La Quinta Hoja del Trébol. Venía esporádicamente a Colombia, pero había dejado la coordinación de sus escritores en manos de Bárbara, una libretista de su confianza, que llevaba créditos en todas sus producciones, y que se encargaba de manejar el látigo que nos obliga a los libretistas a entregar a tiempo nuestros capítulos.


Yo aún no tenía una carrera sólida en el mundo de la televisión, pero desde ya vivía de la televisión, y trabajaba en mi casa. Bárbara aparecía una vez por semana a recibir los capítulos que tenía listos y se encargaba de llevarlos a la productora.


Siempre llegaba agotada, atribulada, pues me decía que tenía un trabajo intenso escribiendo los libretos de Sangre de Lobos. Le confesé que tenía deseos de conocer a Mónica Agudelo, y le pedí que me la presentara.


Ella suspiró con indignación y me dijo que no valía la pena, que su sobrecarga de trabajo se lo debía a ella, que era un desastre bíblico, una terquedad de Bernardo, que su vida se había convertido en escribirle los libretos a Mónica y que eso le quitaba el tiempo que ella debía dedicarle a mis libretos. Jamás me permitió conocerla.

Pero su afán por mantenernos distantes le duró poco. Dos meses más tarde, recibí una llamada de la secretaria de Bernardo y me dijo que él había llegado a Colombia y que iban a aprovechar la ocasión para celebrarle los cumpleaños con sus más cercanos colaboradores. Acepté de inmediato y desde luego pregunté si Mónica Agudelo asistiría.

Esa noche fue cuando la vi por primera vez. Estaba sentada en una silla y era el centro de atracción de varias mujeres que estaban allí, escuchando sus disertaciones sobre la vida, los hombres y el amor. Y no era una disertación pedante ni académica sino que envolvía sus palabras en un manto de encanto donde se manifestaba la gran narradora y a la vez la mujer deliciosamente culta que tenía el don de enseñarnos para que sirve leer tanto si esas lecturas no se aterrizan en la vida cotidiana.

Esa combinación explosiva y seductora que lograba convocar especialmente a las mujeres alrededor suyo como si fuera la sacerdotisa de una secta, serviría para entender, tiempo después, las razones de uno de los éxitos televisivos más arrolladores en la historia de la televisión.


Todos los martes en la noche, millones de mujeres y muchísimos hombres veían alucinados las disquisiciones de la Señora Isabel y sus amigas, en una serie donde no había grandes escenas de acción, porque todo estaba en el corazón de los personajes. Todo transcurría allí a través de diálogos magistrales, de mujeres del común agobiadas por sus sentimientos, pero que hablaban como diosas.

Mónica estaba sentada allí, vestida de negro, manteniendo entre sus dedos a su verdugo el cigarrillo, y dejando fluir ese humor negro y mortal al que tanto aprendimos a temer y a amar. Todo brillaba a su alrededor, tenía una aureola cautivadora donde no se percibía ningún sentimiento negativo, pues jamás hubo en ella la maldad ni el resentimiento. Por su afinidad y su solidaridad con las mujeres, y por ser los hombres sus víctimas predilectas, podría pensarse que era una feminista.


Pero jamás despotricó del género masculino de una manera que no fuera analizando la tragedia, las taras y las obsesiones del hombre a través de su humor contundente. Se había robado lo mejor del feminismo, su lucha por conseguir igualdad y respeto para las mujeres, pero rechazó su ortodoxia y su extremismo, buscando más bien la ternura en las relaciones.


"Yo no odio a los hombres, al contrario, los amo. Trato de entenderlos y lo único que busco es que ellos amen mejor a las mujeres", me dijo tiempo después cuando empezaba a esbozar su exitosa serie Hombres.

Ese halo de tranquilidad y de armonía que transpiraba y que nos contagiaba a todos, solo vine a entenderlo días antes de su muerte cuando alguien que llegó de un monasterio del Tibet y que con tan solo verla me dijo: "Ella es un ser de luz".

Y desde esa noche, yo quise ser el mejor amigo de ese ser de luz. Cuando nos presentaron sabíamos que estábamos viviendo el primer capítulo de una historia de amor, porque tuvimos una química inmediata, teníamos ganas desde ya de aislarnos del mundo y hablarnos, tal como lo hicimos, y supimos desde entonces que nos íbamos a necesitar y amar por el resto de nuestros días, sin que mediara un beso ni una caricia, porque nunca existieron, y porque en poco tiempo pasamos del terreno de la fascinación a ocupar el espacio de hermanos, para librarnos de las tentaciones y salvaguardar del veneno del amor a nuestra amistad, que era lo más sagrado.


Muchas veces nuestros amigos más cercanos insinuaron que por nuestra gran química y por el amor que nos emanaba, debíamos casarnos. Pero teníamos claro nuestros sentimientos y Mónica dijo: "el día que me aburra de Gaitán, y quiera matarlo, me caso con él".

Y no podíamos ser amantes porque nos condenábamos a desconocer la verdad de nuestras almas. Y esa verdad fue la que unió por siempre. No solo fuimos los mejores hermanos, yo fui hermano de sus hermanos (Pilar y Felipe) padre de su única sobrina, Galatea, y fui tan feliz como ella cuando llegó Sofía, la hija de Galatea, que desde entonces se le convirtió en su motor de vida, y que la mantuvo atada al mundo hasta sus últimos días. Y ella fue madre de mis hijas, abuela de mis nietos. Amaba a los niños pero jamás quiso tener uno. No quería tener esa ligazón, no se creía madre, pero fue la mejor madre y abuela.

Criticaba el matrimonio pero lo respetaba como unión ritual bendecida por el amor. Tuvo dos maridos, y muchos amores, muchos hombres que la amaron y que tuvieron la suerte de vivir al lado de una mujer que tenía un privilegio único: no sufría de celos. Jamás celó a un hombre, aunque eso no la libró de los desastres del amor.

No ser amantes nos permitió entonces convertirnos en los confidentes necesarios y salvadores. Vivíamos como carne propia las relaciones del otro, y fuimos paños de lágrimas comunales cuando el amor nos apuñaleaba y debíamos matar a punta de whisky las nostalgias del corazón.

Cuando se fue a vivir a Santa Marta, porque su exigente soledad le reclamó el mar, y que le sirvió de inspiración para escribir La Costeña y El Cachaco, yo me iba de terapia a pasar días y noches junto a ella, para contarnos nuestros males, disertar sobre la vida, sobre nuestras familias, y por supuesto para hablar de literatura, de cine, de guiones, y del drama del encierro y el aislamiento que nos causaba esa rutina militar de ser escritores de telenovela.

Paquete tras paquete de cigarrillos, nos contábamos los argumentos y las angustias de nuestras historias venideras para la televisión. Mónica siempre fue la primera persona en conocer mis argumentos y yo la primera persona en conocer los suyos, y nos teníamos el suficiente amor para cuidarnos el pellejo y decirnos la verdad de nuestros desaciertos. Mónica siempre tuvo una claridad providencial sobre las historias, y como conocía mis genes y mis patologías sabía decirme con certeza en dónde mis obsesiones perjudicaban mi relato.

Nos cedimos, sin el egoísmo de los escritores, las ideas más sagradas (que son el patrimonio de cualquier escritor) si ello contribuía a salvar la historia del otro, y jamás nos exigimos un crédito a cambio de ello, nunca nadie sabrá, creo que yo tampoco, qué parte de mis historias le pertenecen a Mónica ni cuales de las de ellas a mí.

Fue allí cuando le escuché hablar de la idea de hacer una historia sobre la madre, como figura central de la existencia humana, y quería combinar las herramientas del cine neorrealista italiano con las armas de la telenovela, y de allí surgió esa gran historia de La Madre.

Como todas sus historias arrancaban de sus entrañas, nunca dejó de hacerle un homenaje a su madre real (que ya se lo había hecho en señora Isabel), y en la realidad terminó sacrificando gran parte de su vida por ella.

Cuando le informaron que su madre había entrado en el túnel infinito del alzhéimer, no dudó un segundo en abandonar su apartamento maravilloso de Santa Marta y encerrarse con ella en un apartamento de Bogotá, y convertirse en su enfermera, en un extraño exorcismo, como si le pagara una vieja deuda a ella que nadie le estaba cobrando, y que la marginó del mundo durante más de 7 años.

Cuando la madre murió, todos sentimos que Mónica se había liberado de las cadenas que la ataban a aquel amor filial y que saldría de nuevo al mundo. Yo mismo me senté en su apartamento y le armé los planes que debía seguir en su vida, pero no había pasado ni siquiera un mes cuando llegó la nefasta noticia: su vida ya no le pertenecía, un cáncer agresivo la había invadido y ahora quedaba en manos de Dios y de la ciencia establecer cuánto tiempo le quedaba de vida.

A pesar de que muchas veces hablamos de la muerte como aquel gran antagonista, nunca la sentimos cerca aunque la temíamos. Cuando asumí la adaptación de Greys Anatomy, -la serie norteamericana sobre la vida de los médicos en un hospital y que terminó siendo A Corazón Abierto- me acompañó a ver devorarme más de 20 capítulos en una semana porque yo quería que me iluminara sobre la forma de abordar la adaptación.

La vimos fascinados por la trama pero aterrorizados por los temas médicos, por lo fácil que resulta morirse, y vimos con un humor que se parecía mucho al miedo, que podíamos tener cada una de las enfermedades que padecían los pacientes de la serie. Fue allí cuando me confesó que no iba al médico hacía años porque temía que le salieran con la mala noticia de un cáncer y que ella no iba a soportarlo, que más bien esperaba que si eso sucedía, se entregaba al designio divino. Sin embargo, tuvo que ir al médico el día que sintió que le faltaba el aire, más de lo habitual, y allí estaba esperándola la noticia a la que tanto le rehuía.

Le tenía mucho miedo al cáncer porque ya se había llevado a la esposa de Felipe, su hermano, una mexicana hermosa y también un ser de luz, y con la que él había vivido en México por muchísimos años, en una historia de amor que pertenecía más a la poesía que a la realidad.

Mónica fue tan cercana a su hermano y a su esposa, que permaneció por grandes periodos de su vida en México, vivencia que de paso le sirvió para crear y escribir su última y exitosa telenovela, La Hija del Mariachi, que buscaba mostrar cómo se había fusionado la cultura popular mexicana con la colombiana, y quiso rendirle un homenaje a México desde el corazón de Colombia.

Años después, el cáncer también se llevaría a su padre, el gran John Agudelo Ríos, el primer comisionado de paz que hubo en Colombia, y un intelectual asombroso que marcó por siempre la vida de Mónica. John tampoco se salvó de la ficción de su hija, y fue un personaje importante en Sueños y Espejos, una serie exorcismo de Mónica donde pudo decirle a su padre cosas que jamás le habría dicho frente a frente.

Esa fue la mujer que conocí aquella noche en el cumpleaños de Bernardo. A pesar de la química que sentimos en ese momento, no sentía la confianza suficiente para preguntarle por los capítulos de Sangre de Lobos, pero fue ella la que puso el tema cuando me dijo: "Yo había querido conocerte antes pero Bárbara me contó de los problemas por los que estás pasando con la Quinta Hoja del trébol, pero tranquilo que le dije a ella que te diera prioridad a ti, que siga dedicada a escribir los libretos de la serie contigo, que yo sigo sacando sola la novela adelante". Yo me quedé perplejo y le dije: "Tengo entendido que la del problema eres tú, que tú eres un desastre". Terminamos riéndonos por la trampa que nos había puesto a los dos, nunca supimos a qué dedicaba Bárbara en realidad su vida. Bernardo, nuestro maestro y guía, puso su casa en orden, saco los créditos de Bárbara y dejó con justicia solamente los nuestros... y desterró a la mujer que luchó hasta el final para que no nos conociéramos.

Nunca dejamos de recordar este incidente que nos unió, y por supuesto lo rememoramos una y otra vez a medida que la muerte se le acercaba. Nunca entendí en todos esos cinco meses en que lloramos cada examen médico por qué un ser de luz, por qué una persona tan generosa como ella, tan libre del resentimiento, que jamás odió ni envidió a nadie, que vivió su vida alegrándosela a la de los demás y tratando de hacérsela llevadera a quien la necesitara, podía ser la víctima de algo tan severo y tan implacable. Todos los escritores del canal, los directores, los actores, todos quienes la conocimos y fuimos beneficiaros de su conocimiento, que nos daba sin reservas, aún tratamos de encontrar la explicación de este llamado tempranero.

A pesar de que nos conocíamos tanto, su edad para mí y para todos era un misterio. Se acogió siempre al principio de su madre: "Hay que andar con la cédula en la mano, y en caso de un accidente, tragársela para que no se sepa la edad de uno". Solo hasta el final de sus días y por una infidencia médica, supe que tenía 55 años.

Quizá no fui el mejor amigo de ella en sus últimos días. Me destrozaba ver cómo el cáncer se iba devorando esa vida maravillosa. Sin embargo, ella nunca perdió el ánimo, siempre tuvo la ilusión de convivir con el cáncer y que le permitiera terminar de escribir su última serie, y darnos la oportunidad de coescribir una obra de teatro que íbamos a hacer a cuatro manos. Cuando iba visitarla a su casa, siempre me tuvo una botella de ron y una ventana abierta para que yo pudiera fumar. Eso puede sonar atroz, pero siempre dijo que a pesar de que el cigarrillo la había aniquilado, jamás se iba a arrepentir de haberlo disfrutado y de impedir que otros lo disfrutaran.

Miento cuando digo que entre los dos jamás hubo una caricia. Sí la hubo el día anterior a su partida. Yo estaba en Miami y nuestra abogada en común y gran amiga, Gloria de la Pava, me avisó que Mónica quería despedirse de mí pues los médicos y su cuerpo le decían que su tiempo ya se terminaba. Tomé el siguiente vuelo a Bogotá, y llegué a visitarla a la clínica. Ya no podía hablar, y yo me encargué de hacerlo por los dos. Hubo un silencio, y vi su mano muy cerca de la mía, y por primera vez me arrancó un deseo y una necesidad descomunal de tomársela, y lo hice, y tuve su mano entre la mía por el tiempo que me quedó de visita.

Al día siguiente se nos fue, y sentí que había hecho bien en tomarle la mano porque eso me confirmó que a lo largo de estos 20 años de amistad y de amor, su piel ya era parte de mi piel y que la vida que dejaba aquí también se quedaba dentro de mí, porque su vida hace parte de mi naturaleza.


FERNANDO GAITÁN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO



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