Cuando eres niño, tienes cáncer y tu hospital
Juan David no puede ir a su colegio. Está sentado en el piso de un amplio cuarto de la Fundación Cardio Infantil con sus piernas estiradas. Tiene unos jeans entubados con una costura modesta, unos tenis algo gastados y una camiseta cuyo cuello ha perdido la forma.
Hace un año dejó el colegio tradicional. Es un estudiante normal, con un corte de cabello rebelde y una vida de adolescente cargada de sueños e inquietudes. Dejó las aulas de su escuela por una historia de amor. Y no es que esté enamorado o haya embarazado a un chica. No.
Simplemente, Juan David desertó de su colegio porque su hermano Carlitos, un año menor que él, tampoco va a ir. Carlos lleva cinco años con un diagnóstico de paciente crónico que lo ha tenido marginado de la vida normal. En palabras de sus médicos, tiene una enfermedad cardiovascular congénita.
Su aspecto es el de un niño de seis años: una frágil figura, dedos pequeños, sonrisa tímida y ojos saltones. Pero su registro civil indica que tiene 13 años y una de sus respuestas espontáneas dice que desde que nació ha estado rodeado de catéteres, agujas, exámenes y estetoscopios. "Siempre he estado aquí", le dice a mi reportera gráfica.
La enfermedad lo ha sacado de la escuela, porque es difícil atender las asignaturas cuando eres un paciente terminal, por más que quieras rendir la lección. Y también sacó de las aulas a Juan David, su hermano, porque él es el único que lo puede cuidar, mientras su madre trabaja como mercadotecnia en Bogotá. De hecho, a Juan David le llaman el cuidador.
"Cuando se hospitaliza a un niño, también se hospitaliza a una mamá y a una familia", dice el doctor Jaime Céspedes, de la Fundación Cardio Infantil. "La vida les cambia totalmente y estos niños tienen una ruptura total con el sistema educativo", añade.
Aulas hospitalarias
Desde hace un año, Carlos y Juan David volvieron a retomar los cuadernos, las tareas y las lecciones de historia. Aún no salen del hospital, pero regresaron a la vida académica gracias a que en la Fundación Cardio Infantil adecuaron dos de sus habitaciones como aulas escolares para aquellos pequeños pacientes crónicos.
Se trata de un programa piloto que empezó hace menos de dos años y que ya está cobrando fuerza en Colombia, después de experiencias exitosas en Perú, Chile y argy, que buscan evitar que los niños sufran de deserción escolar por cuenta de su enfermedad. De hecho, en Bogotá ya se consiguió que este plan se convirtiera en política pública, a través del Decreto 453 del 2010.
Al frente de la estrategia académica ha estado el profesor Carlos Cortés, un hombre de mediana estatura, cabeza rapada y suave forma de hablar. Su apariencia le sirve para interactuar con los pequeños pacientes que han perdido su cabello por cuenta de la quimioterapia. "Mira, Santiago, te presento otro amigo calvo", le dice a un pequeño que sonríe desde su silla de ruedas.
Para Cortés ha sido una experiencia nueva. Llevar el aula hasta los pabellones de hospitalización y cirugía pediátrica no ha sido fácil. Es un mundo nuevo, con alumnos especiales a los que hoy ves, pero mañana no porque tiene que ir a un examen o porque la salud o el destino no lo permiten.
Quizás, la pregunta qué se harían algunos docentes o padres es: por qué educar unos chicos que pueden estar desanimados por su enfermedad o a los que el destino les puede privar de un prolongado futuro? Y la respuesta es tan convincente que no cabe una contra pregunta.
"De lo que se trata es de garantizarles condiciones de vida dignificantes a estos muchachos. La Constitución les garantiza el derecho a la educación, pero cuando un niño cae enfermo, la sociedad y la comunidad educativa les da la espalda. Aquí no educamos con una perspectiva de futuro, sino para el presente", dice el profesor.
Carlos Cortés dice que no ha tenido que lidiar para motivar a sus alumnos, un problema que tiene cualquier docente. De hecho, sus alumnos le piden la asignación de más tareas, porque para ellos es una terapia que los aleja de la cruda vida de hospital.
"Hace poco, me avisaron que uno debía despedirme de uno de mis alumnos, porque ya no había nada más qué hacer. Cuando entré se encontraba sentado en las piernas de su madre y cuando me vio me dijo, con la voz entrecortada: profe, profe, me revisas la tarea", recuerda Carlos.
Juego de emociones
Para el equipo médico también ha sido una experiencia gratificante. No solo han visto que Carlitos y su hermano Juan David han logrado recobrar su vida estudiantil, también lograron establecer una nueva forma de comunicación con los pacientes.
"Las aulas hospitalarias les permiten que se olviden de que son pacientes y vuelven a ser niños", dice la nefróloga Angélica Calderón. "Nos ha ayudado a comunicarnos mejor. Ya no nos ven como ese agresor que le producimos dolor", añade su colega Lucía Molano.
De hecho, el doctor Jaime Céspedes asegura que la experiencia que más lo ha llenado en su vida profesional fue la ceremonia de graduación de algunos sus pacientes, a finales del año pasado.
"Ver a esos muchachos entrar con togas y birretes, pero sin poder ocultar la rudeza de la enfermedad: en sillas de ruedas o muletas, pero con una felicidad de estar vivos...eso, lo paga todo", cuenta.
Es, según sus palabras, un juego de emociones. Vivir en un hospital puede producir tristeza, dolor o amargura, pero con las aulas, en las que participan la Secretaría de Salud, Telefónica y la Fundación Cardio Infantil, les están dando a los niños la posibilidad de tener una vida emocional más equilibrada. Es un juego de emociones, apunta.
Ahora, es natural que sean los mismos niños y padres los que pidan las clases. "Profe, vamos a tener que tomar un año más de clases, porque esto se demora", dice amigablemente la mamá de Nicolás (*), un paciente crónico, quien muy pronto también verá a su madre en sus mismas condiciones de salud.
Los retos
Por el momento, hay unos 30 docentes vinculados a estos programas en 11 aulas hospitalarias, en instituciones como El Cardio Infantil, la Fundación Dharma, el Instituto Roosvelt, el Cancerológico, la Cruz Roja en Manizales, la Fundación Valle de Lili en Cali o el Cardiovascular en Bucaramanga.
La idea, dice Claudia Aparicio de Telefónica, es que el programa sea nacional y cubra la mayoría de instituciones de salud, pero para esto se necesita que más docentes y médicos se preparen para trabajar unidos con aquellos pacientes que quieren ir a estudiar así tengan que llevar una sonda en su cuerpo.
Por ahora, Carlitos y su hermano Juan David, el cuidador, seguirán disfrutando de sus clases día a día, junto con sus esporádicos compañeros: Tatiana, Laura, Santiago y Alejandra. No importa que una semana no puedan ir o que algún día una recaída los deje en cama. Cuando puedan volverán porque de lo que se trata no es de llenar una planilla de asistencia sino de vivir y vivir con amor.
Encuentre aquí más notas del especial Huella Social.
José Antonio Sánchez
Editor ELTIEMPO.COM
Fuente