Los muertos sagrados de los wayús
Lo primero que llama la atención al llegar al cementerio de Mayapo, en La Guajira, es la cantidad de comida. Cerca de las bóvedas y bajo una enramada, las mujeres wayús preparan chivo guisado y arroz, las niñas reparten café en diminutas totumas y todos, especialmente los más pequeños, comen bolis.
–Es que al muerto de esta familia le gustaba mucho ese juguito metido en bolsa que nosotros llamamos bolis. Y él, en sueños, les dijo que le trajeran –explica el wayú Juan Uriana.
–¿O sea que están aquí por un sueño?
–Sí, responde tranquilo el hombre, decidido a mostrar el mundo de los cementerios wayús que está viviendo, según sus palabras, una fuerte transición.
Para los wayús, la etnia que vive en La Guajira y en Venezuela, los sueños son la forma de conectarse con sus muertos. El alma de los difuntos, llamada yoluja, se les aparece en ellos y les advierte de peligros o expresa necesidades, como en este caso, y ellos los satisfacen, conscientes de que sus muertos son sagrados.
Se acerca el mediodía en Mayapo, a media hora en carro de Riohacha, y unos truenos largos anuncian lluvia. Es hora de repartir el chivo y, en medio de las bóvedas, comienza el almuerzo con la misma tranquilidad como si ocurriera en el patio de una casa.
Hay una sensación de cotidianidad con la muerte, como si estuvieran visitando a unos parientes vivos. Y aunque no hay música ni bullicio, sí conversación tranquila en sillas de pasta, con los muertos ahí.
El viejo Erasmo Ipuana, una de las autoridades de la zona, con sombrero y gafas oscuras explica, en wayunaiki, que es su forma de no perder la conexión con el espíritu del ser querido.
Y Carlina Menguá, quien ayuda con la traducción, amplía sus palabras.
“No somos como los arijunas que venimos con un ramito de flores y nos vamos. Venimos con la cocina entera –se ríe–, comemos y cuando llegamos a la casa hasta sentimos hambre. Usted la va a sentir más tarde”, dice la mujer, mientras sobre el cementerio de Mayapo se desgaja la lluvia, menuda y agradable en una de las zonas más secas del país.
Los wayús consideran la muerte como un viaje con etapas y realizan doble entierro para sus difuntos. En el primero, los sepultan con agua o chicha, para que no sientan sed; y, al cabo de 5 o 7 años, los vuelven a velar, desenterrar y sepultar de nuevo. En esa oportunidad, la familia duerme en el cementerio y limpia los restos. Los dejan listos para emprender el camino final hacia Jepirrá (en el mar), el lugar al que van los indígenas muertos.
Esas han sido las tradiciones ancestrales y se mantienen. Sin embargo, la forma ha cambiado.
Hasta los años 70, los wayús eran sepultados en chinchorros cerrados y se hacía un hueco muy superficial en la tierra, pero el clima o los animales terminaban afectando a los cuerpos, se perdían restos y se convertía en un problema de salubridad.
Entonces, como plaga, aparecieron los políticos a transar con la muerte y ofrecerles bóvedas a cambio de votos.
“Pero a medida que aumentaron las muertes en la región los políticos decían no, ya tengo plata, y a última hora los wayús tenían que buscar, como locos, cómo enterrar a sus difuntos”, cuenta Juan Uriana, cuyo clan se cansó de esa dependencia y comenzó un proceso que ahora tiene apoyo de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), con el fin de mejorar los cementerios que tienen en sus propias tierras.
Fortalecen cementerios
Hoy, su cementerio tiene un cerramiento, una especie de parasol que protege a los vivos del sol inclemente del desierto o de la lluvia; y las bóvedas pintadas y decoradas como cada familia lo prefiere. La Agencia, que trabaja con ellos a través de una organización local, no se mete con su tradición, busca revivir su cultura ancestral.
“Muchos nos dicen: ‘pero ustedes están locos, ¿para qué le van a invertir a mejorar un cementerio? Mejor háganlo en algo para los vivos’, pero la gente no entiende: es mantener nuestra tradición pero en mejores condiciones”, dice Carlina Menguá, muy orgullosa de no tener que pagar por un lote como “hacen los arijunas” para los suyos.
Están tan orgullosos que apenas amaina la lluvia el viejo Erasmo y la señora María Elena Alarcón Apushana deciden mostrar sus propias bóvedas.
“Yo me siento tranquila porque ya sé que tengo este espacio, que es como mi casa, que es la propia donde llegar a morirse y porque mis familiares no tienen que estar con ese corre-corre por ahí buscando la manera de hacerlo”, dice la señora.
Al salir del nuevo el sol del desierto sobre Mayapo, los wayús siguen hablando de la dignidad de la muerte, sentados sobre las bóvedas, hasta que les vuelve a dar hambre, y se van como en un poema escrito por el escritor wayú Vito Apushana:
(…) Así lo hicimos…
y el vacío de todos los wayuu muertos
Y el vacío de todos los wayuu vivos
Se montaron en nuestros hombros.
El problema con los desaparecidos
Los desaparecidos, los muertos por el conflicto o incluso los cadáveres sepultados en cementerios arijunas representan un problema para esta cultura indígena.
“Un wayú forma parte de un sistema y, si no se entierra, jamás van a descansar ni él ni su familia. Además, como son los espíritus que regulan la lluvia, el sol, todo se desequilibra y comienza a llover en tiempos normales o faltan los peces. Puede que para otros sea el cambio climático, pero para el wayú tiene que ver con que sus muertos no descansen en su territorio”, dice Juan Uriana sobre las historias que están enfrentando en la región.
Por eso, insiste en que en la medida en que fortalezcan sus propios cementerios y tengan dónde enterrar a sus muertos van a poder reafirmarse en sus territorios.
CATALINA OQUENDO B.
CULTURA Y ENTRETENIMIENTO
* Por invitación de Usaid
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