Bogotá es la "mejor ciudad de América Latina para andar en bicicleta". Así la calificó la agencia de noticias británica BBC Mundo en un reciente artículo que destacaba los 121 kilómetros de ciclovías y los 344 kilómetros de ciclorrutas de la capital del país.
La idea de cerrar en los días festivos más de un centenar de kilómetros-carril en una urbe de más de siete millones de habitantes le ha dado la vuelta al mundo y hoy es reproducida en Los Ángeles y Melbourne, pasando por Quito y Rosario. En cuanto a la construcción de carriles de dedicación exclusiva a los velocípedos, Bogotá también se cuenta dentro de las ciudades con redes más extensas.
La promoción del uso de la bicicleta constituyó, junto con Transmilenio, la cultura ciudadana y las bibliotecas, parte integral de la revolución urbana capitalina de la década de los 90. No obstante, ese es un legado no solo olvidado, sino también atacado, en especial en las dos últimas administraciones del Polo Democrático.
La alta inversión en el sistema de ciclorrutas, aplaudida internacionalmente, contrasta con el poco interés de la Alcaldía de impulsar modos alternativos de transporte. Proyecciones de la Cámara de Comercio de Bogotá registran el estancamiento del empleo de este vehículo como medio cotidiano de movilización. Tan solo el 2,2 por ciento de los 12,2 millones de viajes diarios en la ciudad los hacen ciclistas. Estos guarismos contrastan con el incremento de la contribución de las motos y el carro particular.
Según los defensores de esta agenda de movilidad, la desidia gubernamental frente a las ciclorrutas empezó como un ataque político contra las propuestas del ex alcalde y hoy candidato verde, Enrique Peñalosa, principal defensor de su uso. A los inconvenientes que en ese entonces ya sufría la red -pobre conectividad, falta de parqueaderos y el clima- se sumó el escaso mantenimiento y la imposibilidad de ampliarla.
A pesar de ello, el Concejo Distrital aprobó, en el 2008, el acuerdo 346, que ordena la puesta en marcha de un sistema público, Bici-Bogotá, como los existentes en Santiago, Río de Janeiro, México y Sevilla. Dos años después, la administración capitalina ha ignorado el mandato y ni siquiera cuenta con un estudio de factibilidad del proyecto.
El contraste con Medellín no puede ser más diciente. La capital antioqueña arrancará en septiembre un programa piloto de 160 bicicletas con 5 estaciones, inspirado en la experiencia rota. De pasar una evaluación en diciembre, la iniciativa será extendida al resto de la ciudad. Si bien solo un 1 por ciento del total de los pasajeros del valle de Aburrá se mueven en cicla y solo hay 32 kilómetros de ciclorrutas, el gobierno de Medellín muestra la voluntad política que brilla por su ausencia en su par bogotano.
En las políticas de promoción de los modos de transporte no motorizado no hay que llamarse a engaños. No se trata de sustituir los sistemas masivos ni de desterrar al carro particular. La intención es empujar a los ciudadanos a emplearlos para viajes cortos o complementarios y disfrutar de sus beneficios individuales y colectivos.
Aun para este objetivo limitado se requiere que la red esté conectada a Transmilenio y cuente con buena señalización que evite accidentes. Al mismo tiempo se necesita el control del bicitaxismo y la reglamentación de las bicicletas motorizadas. Una ley de la bicicleta que sirva como marco unificador de las normas y de guía a la planeación de una ciudad más amigable con el ciclista sería un importante avance. El paso del disfrute recreativo al uso cotidiano de esta opción ecológica es tarea pendiente.
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